Sabado 04 de mayo 2024

El extraño caso del pueblo envuelto en la niebla

Redaccion Avances 01/10/2023 - 06.00.hs

Un nuevo cuento de terror del periodista pampeano Alexis Daurelio. Una historia de bullying, tragedia y finales siniestros para los depredadores.

 

 

Alexis Daurelio *

 

 

El timbre sonó rabioso. Profesores a la sala. Alumnos al patio. Todo el mundo al recreo. Fernandito cruzó el pasillo central del colegio con un trote desesperado. Llevaba el saco desprendido, la camisa afuera del pantalón y su rostro configuraba pavor.

 

Apenas unos metros más atrás lo perseguían con hambrienta furia José, Camila y Pablo, sus tres peores enemigos de séptimo grado A. Fernandito cruzó la calle sin mirar. Con el asma que le resurgía, y ya sin fuerza en las piernas, el niño de 12 años encaró para la única plazoleta del pueblo.

 

Ya muy cansado, tropezó con una piedra y cayó sobre el pasto húmedo del parquecito perdido en las inmensidades con dos hamacas oxidadas y un banquito de madera pintado de blanco. Trató de erguirse. “Vení para acá, hijo de puta”, lo levantó José, al apretarle ambas manos con sus dos manos y empujarlo con potencia de vuelta al suelo.

 

Fernandito quedó shockeado pero, al reponerse, observó delante suyo, a los tres malhechores con sólida postura. “Mirá a quien tenemos acá”, dijo Pablo.

 

Fernandito, un poco encorvado, piel curtida, y aspecto algo harapiento, empezó a llorar y a suplicar que esta vez por favor lo dejaran en paz. “Mirala, mirala a la nenita de mamá, mirala como llora”, lo gozaba Pablo.

 

José levantó con fuerza a Fernandito del piso y volvió a empujarlo contra el suelo. El niño, cuyo padre había muerto el año pasado, cayó desplomado boca abajo.

 

“Te vamos hacer mierda jorobado de mierda”, lanzó Pablo mostrándole a los ojos un revólver calibre 38 atado en su cintura. Era de su padre policía. Ya con el último aliento, desde el suelo, Fernandito intentó lo último que le quedaba por hacer.

 

Tomó impulso con sus manos pegadas al pasto y logró pararse para escapar con un potente trote hacia la vieja estación del tren. “Vení para acá, la puta que te parió”, gritó Camila, hasta ahora callada, al encabezar la nueva persecución. “Vení para acá”, se escuchaban los alaridos de la adolescente.

 

Fernandito corrió como nunca. Algo más confiado, miró atrás, y vio que sus enemigos estaban un poco más lejos. “Por fin los perdí”, pensó. Cuando volteó la mirada al frente sintió una especie de golpe que lo impulsó hacia abajo con una fuerza inexplicable proveniente de otra dimensión. Fernandito cayó a un pozo ciego de 20 metros de profundidad apenas tapado por unas ramas secas a unos pocos metros del viejo edificio de ladrillos de la estación del ferrocarril. Murió en el acto.

 

 

Al día siguiente, y sin pronósticos que lo previnieran, atormentado por la tragedia, una densa niebla cubrió el pequeño poblado de Lotom.

 

Día y noche. A toda hora. A todo momento. Sin causa ni explicación razonable posible.

 

La pequeña aldea, de la provincia de Laprida, quedó envuelta en una espesa nubosidad que comenzó a provocar con los días accidentes de tránsito, desconcierto y paranoia social. Todo el mundo preguntaba qué pasaba. Todo el mundo quedó atónito. Sin respuestas. “Señora, su hijo sufre algo muy raro, no sé como se lo voy a decir, pero empezó a bajar de peso de manera repentina porque, según nuestras imágenes radiográficas, una rata de importante tamaño habita dentro su estómago, y se consume la comida que su propio hijo ingiere”, le explicó el médico a la mamá de José, uno de los verdugos de Fernandito, atravesado por una llamativa delgadez.

 

“Nunca vi algo así señora, se lo juro, una rata, señora, una rata se come la comida que José ingiere cada día”, reafirmó pasmado el experto al asegurar: “Para su hijo, mi estimada Raquel, para su estimadísimo hijo, la vida ya no será la misma”.

 

 

Camila estaba en su habitación a punto de colocarse los auriculares para ver videos en su computadora. Cuando de repente un sonido certero la distrajo. “Toc, toc, toc”. La adolescente, vestida con un short rojo y una remera blanca, miró hacia la puerta. “Toc, toc, toc”.

 

“¿Mamá, sos vos?”, preguntó la otra verduga de Fernadito. “Toc, toc, toc”, los golpes seguían retumbando. Camila se inquietó. Tiró los auriculares en la cama y apagó la computadora. Miró su celular apostado en la mesita de luz. Se puso las ojotas. Abrió la puerta de un solo tirón. No vio a nadie. “¿Mamá, mamá?”, preguntó con un grito. Nadie respondió.

 

La joven de 13 años volvió a entrar a su habitación y se sentó en la cama. “Toc, toc, toc”, la puerta volvió a sonar. Camila se inquietó. “¿Quién anda ahí?, preguntó sólida. Nadie contestó. “Toc, toc, toc”, sonó de nuevo la puerta. Camila se molestó, se alzó de golpe de la cama y abrió la puerta con confianza. Giró apenas un poco la cabeza, para un lado, y para el otro. Nadie. Decidió bajar las escaleras despacio. Al llegar al comedor, vio una imagen que la atormentó para siempre.

 

 

Al fondo de la sala, iluminado por varios candelabros, meciéndose para adelante y para atrás en un viejo sillón de mimbre, vio la figura de su abuela muerta, vestida con un traje de hombre color negro, corbata aterciopelada, con un cigarrillo entre los dedos de su mano derecha y un vaso de coñac en su mano izquierda. Tenía una malévola sonrisa. Desconocida para la adolescente. “Hola hijita mía, hola hijita mía, te tengo que retar porque te estás portando muy mal”, le dijo la fantasmagórica mujer.

 

De la nada, un chorro de sangre cayó del techo y mojó por completo a la chica. Bañada en el espeso líquido rojo, Camila subió, con un llanto desgarrador, y con todas sus fuerzas por las escaleras y entró a la habitación de su madre que dormía plácida en la cama de una plaza como si nada ocurriera.

 

Camila, sin embargo, desde ese día, jamás pudo volver a conciliar el sueño. Ni de día. Ni de noche. Ni con pastillas ni con terapias. Sus ojos enrojecieron hasta quedar morados perdiendo, de manera paulatina, la visión.

 

 

Pablo jugaba al truco con su padre cuando una terrible picazón lo invadió en la zona del cuello. “Hijo, por favor, no te rasques, que te vas a lastimar”, le solicitó su papá. “Es que me pica viejo, ahh, la puta madre”, lanzó el joven de 13 años, el tercero de los verdugos.

 

Sus dedos se movían, como afilados cuchillos, para adelante, para atrás, sobre el diámetro del cuello. Pablo se reincorporó a la partida y tiró un 7 de oro en la mesa. Miró por la ventana.

 

El pueblo permanecía envuelto en la niebla. Como siempre. Su padre le devolvió un 1 de basto y lo venció en la mano. “Epa, Pablito, hoy no me pudiste ganar”, le dijo, con una tierna sonrisa. Pablo, se enojó un poco, como cada vez que pierde. Se levantó de la mesa y se fue hacia su habitación.

 

Prendió la televisión y se acostó boca arriba para ver su serie favorita. De repente, otra vez, la misma picazón le invadió el cuello y la espalda y se ramificó hacia el pecho y las piernas. Empezó a gritar de la desesperación. “Ayyyy mamá, mamá”, gritó el chico, con la piel mutada en ronchas.

 

Estela, su madre, abrió la puerta de la pieza, y lo abrazó sin saber qué hacer. “Ayyy hijito, qué te pasa”, preguntó la mujer. Pablo gritaba y lloraba sin parar mientras se quitaba trozos de piel de las manos, del cuello, y del pecho. Su cuerpo se volvió rojo sangre.

 

Osvaldo, su padre, llamó al médico que, de manera inmediata, llegó a la casa, observó al joven, y le dio un tranquilizante para que duerma.

 

El profesional le dijo a los padres que era probable que la picazón volviera. “Cada vez que le pique, que tome un tranquilizante y que se duerma, porque no sé de qué se trata, esto nunca se vio”, se sinceró. Pablo comenzó a sufrir terrible picazones durante todo el día y toda la noche. Su piel entera se llenó de ronchas incurables que fueron objeto de innumerables burlas en el colegio. Su vida también se convirtió en una pesadilla.

 

 

* Periodista

 

' '

¿Querés recibir notificaciones de alertas?