Incógnitas en el desierto
Las sierras de Lihué Calel han sido estudiadas durante años por investigadores, historiadores y aventureros por su condición geográfica, sus leyendas y misterios.
Walter Cazenave *
Lihué Calel ha sido una constante en los investigadores de la historia y la cultura pampeanas. Su condición geográfica -una suerte de oasis en medio de un camino milenario que atraviesa el desierto pampeano-patagónico- dio lugar a interpretaciones de distintos enfoques cuyas raíces se hundían en la protohistoria y en la leyenda: así las pinturas rupestres y su significado, la piedra movediza, la toponimia, los angelitos “enarbolados”, las apariciones fantasmales, el origen de los durazneros, las minas de cobre, el poblamiento cristiano original…
Un vistazo rápido a los elementos con que se cuenta aclara algunas de esas versiones, oscurece otras y mantiene algunas dentro del misterio.
En lo que hace a las pinturas rupestres no se sabe mucho más que lo que determinara el arqueólogo Carlos Gradín, un especialista en la materia, en los años setenta: entroncan con las culturas del norte de Patagonia y tienen una antigüedad de alrededor de dos mil años. No están en una cueva sino en un alero abierto sobre un arroyo temporario; su significado escapa a la interpretación pero con un detalle notable: las tres “cruces” enlazadas, un motivo -Gradín dixit- poco frecuente. Y un dato muy poco conocido: el autor de esta nota viajó a las sierras en motocicleta desde General Pico allá por mediados de los años sesenta del siglo pasado. En esa andanza detectó otras pinturas ya muy borroneadas, desvaídas, en un lugar cerca al alero principal, acaso muy probablemente relacionadas con él, aunque mucho más deterioradas. Estos elementos, como se verá , se enlazan con la toponimia y avalan un cierto orden mágico de la sierra.
A estar por los estudiosos el nombre de “Sierra de la Vida”, pretendida traslación al castellano de Lihué Calel, no es más que una expresión de deseos, con un toque poético incluso. Por lo que parece es una traducción idealizada de un término más rudo que equivaldría a Sierra del Culo. La deducción que hace Rodolfo Casamiquela se ve refrendada por un párrafo de Ambrosetti en su libro Viaje a la Pampa Central cuando destaca que el mayoral de la galera en la que viaja le dice que el nombre de la sierra es más bien un término grosero, a su entender.
Una presencia mágica.
El mismo Casamiquela hace un aporte a la toponimia distinto y por demás interesante. Señala que en una de sus campañas relevando topónimos encontró con que una anciana tehuelche recordó una canción totémica que aludía a Lihué Calel como la sierra de Trutrewe, “donde está la casa del Cherrufe”. Este enfoque modifica la interpretación ya que menciona a un ente mágico-religioso, que estaba relacionado con las pinturas rupestres y podía trasformarse en piedra. Ateniéndose a esa posibilidad recordamos que en cercanía del sitio de las pinturas hay un par de grandes piedras que semejan una pareja humana. Una comprobación efectiva y fundada haría crecer en mucho el valor antropológico de la sierra.
También en la memoria de los cristianos la sierra es muy antigua. Dejando de lado los singulares mapas del 1600 que describen perfectamente el sistema fluviopalustre de Puelches, desde donde el macizo se ve claramente, acaso la mención más antigua sea la de Pedro Andrés García en su viaje a las Salinas Grandes de 1810. Se informa por los indios sobre unas paredes de ladrillos que parece haber en el lugar y que, cuando sopla el viento del suroeste lo refieren como “del lado de los duraznos”, una trasparente alusión a las hasta ahora inexplicadas plantaciones en el interior de la sierra, que, por tradición, se atribuyen los jesuitas chilenos. Quedan escasas plantas y lamentablemente, nadie parece haber estudiado la variedad a la que pertenecen.
¿Presencia de los jesuitas?
La de García no es la única mención de unas no explicadas ruinas de plantaciones y construcciones en Lihué Calel. Edmundo Day, que en 1854 partió desde San Rafael en una balsa, recorriendo el Atuel hacia aguas abajo; navegando los brazos fluviales del humedal, por entonces intocado, llegó posiblemente hasta la latitud de Limay Mahuida. Es su diario hace mención de los restos de una construcción de ladrillos en hacia el sureste de su rumbo, o sea que todavía a finales del siglo XIX había noticias de construcciones no indígenas, o restos de ellas, en el interior de la sierra.
Al respecto sería muy interesante contactarse con la orden jesuítica en Chile -el autor de esta nota tuvo un principio de intercambios con la orden- para confrontar sus documentos al respecto. De hecho, el geógrafo suizo Dellachaux, que la releva a comienzos del siglo XX en el mapa resultante hace constar un topónimo altamente sugestivo: “Pozo del Cura” (que algunas publicaciones consignan como Pozo de los Jesuitas), ubicado en uno de los mejores sitios para vivir, donde otrora estuvo ¿o está? La Casa de Piedra y al menos hasta los años sesenta del siglo pasado vivió la familia Otero.
Al considerar esta posibilidad se debe tener muy presente que, a principios del siglo XX, finales del siglo XIX, hubo en el área serrana una efectiva explotación cuprífera a cargo de mineros chilenos que, según decían, había encontrado las referencias en unos antiguos manuscritos de los jesuitas.
Las piedras movedizas.
Posiblemente quien le dio más trascendencia a la sierra a través de su relato fue Estanislao Zeballos quien, con poco más de veinte años de edad, acompañó al ejército en la ocupación militar de la Pampa. Zeballos, que además era abogado y tenía claras ideas positivistas con respecto a las que se consideraban “razas inferiores” se adentra en lo que es hoy nuestro territorio y describe con ojo curioso, parcial a menudo, el paisaje sobre el que avanza. En lo que hace a Lihué Calel aporta un dato singular: la existencia en la zona cumbreña de una piedra movediza. Por los datos no se trataría de una roca de movimiento constante, o semi (como lo fue la famosa piedra de Tandil) sino de una roca pasible de ser movida con algún esfuerzo humano.
Durante años se pensó en una exageración o referencia equivocada de Zeballos ya que no pudo ser localizada entre el profuso roquerío del área, pero sesenta años atrás los hermanos Juan Carlos y Adrián Follonier afirmaban haber hallado esa formación sobre una de las laderas del Cerro de la Sociedad. Y más, ya que aseguraban que en las inmediaciones de la descripta por Zeballos, había otra piedra con la misma condición. Desaparecidos ambos durante la dictadura militar, que se sepa no dejaron fotografías ni mayores precisiones en cuanto al sitio, cuya ubicación acaso siga siendo un atractivo para los visitantes del lugar.
Encontrar la movediza sería no poco mérito para quien lo consiguiera.
El aporte de Gallardo.
Como se ha dicho hacia los primeros años de la década de 1960 del siglo pasado el autor de esta nota tuvo ocasión de visitar la sierra, todavía muy poco estudiada y conocida. Allí, tuvo oportunidad de hablar con don Pedro Gauna, encargado del campo, que por entonces poseía la familia Gallardo. Antiguo poblador del sitio, si hubiera tenido mayores antecedentes seguramente podría haber obtenido mucha más información respecto a tradiciones y leyendas (“tarde piaste”, ahora me doy cuenta). Solamente recuerdo la confirmación por parte de don Pedro de la existencia de entierros aéreos -valga la paradoja- de “angelitos”, denominación cristiana para las singulares sepulturas de los niños indios. Por cierto que el valle que las albergaba era sobrecogedor en su silencio y soledad.
Algún empeño investigativo y una casualidad afortunada dieron posteriormente oportunidad de contactarme con un miembro de la familia Gallardo, cuya propiedad fue expropiada cuando fue declarada parque público, provincial primero y nacional después. Ese contacto, concretamente con el señor Luis Gallardo, fallecido hace pocas semanas, fue muy fructífero. En el desaparecido diario La Prensa, de Buenos Aires, había publicado varias colaboraciones sobre personas y paisaje de Lihué Calel, y me hizo llegar su Cuentos de luces, tesoros y aparecidos. En él evoca su conocimiento de la sierra desde sus mismos comienzos, cuando su padre conoció el lugar y quedó prendado de su significación histórico-geográfica. Los relatos del libro apuntan a hechos conocidos y no tanto, especialmente aquellos que cuentan con un halo de misterio no explicado.
Precisamente uno de los aportes en tal sentido es el relativo a la existencia de una cueva o caverna de notables proporciones; el dato era mencionado desde muchos años atrás pero la oquedad nunca había sido comprobada ni localizada. De hecho, más de medio siglo atrás estuve en el lugar posible según se me indicara, pero allí solamente había una pequeña hondonada. El interesante aporte de Gallardo, que aparentemente la conoció, la ubica en el mismo sitio pero deja constancia que fue obstruida por un derrumbe. Esa información permite, claro está, especulaciones: ¿era original de la naturaleza? ¿La habían abierto los presuntos jesuitas?¿Se trataba de un mito no comprobado?
Como evidencia lo precedente las que se podrían considerar incógnitas o misterios de la sierra incrementan su atractivo, tanto en lo físico como en lo espiritual. Hace algo más de un año las autoridades del parque procuraron la concreción de un audiovisual que obrara como motivador, tanto para el turismo como para quienes se interesan en la historia pampeana, pero, que se sepa, la idea quedó en el nivel de iniciativa.
Lo irrefutable es que por encima del tiempo y de las gentes que procuramos darle un encuadramiento científico o conceptual la sierra, atalaya en el desierto, mantiene su latente atractivo estético y espiritual.
* Colaborador. Geógrafo.
Artículos relacionados