La Carroza
En esta página, una nueva entrega de las aventuras de El Felfe, contadas por el actor, titiritero y dramaturgo pampeano Aldo Umazano para Caldenia.
Juan Aldo Umazano *
El Felfe, ayudaba a sus hermanos a subir tres autos viejos a un camión. Las chatarras estaban dentro de un gallinero bajo un árbol. Los colores estaban borrados por el óxido, la tierra y las cagadas de palomas.
Sus hermanos tenían un desarmadero, y miraban una caja de velocidad que estaba cerrada. Ahí adentro seguramente habría algunos engranajes para vender. Con eso ya recuperaban gran parte del flete que le cobraban para llevarlos.
Por la mañana cargaron lo más grande. El viaje para venir a buscarlos, les llevó casi medio día. Después de comer un pequeño asado, terminaron de pagar y cargar, y emprendieron el regreso.
Como en la cabina no entraban todos, El Felfe se ofreció para ir en la caja. Apenas subió se metió adentro de un auto desarmado que tenía el volante puesto. Su imaginación le hacía creer que manejaba el camión; incluso cuando se hizo de noche y el chofer prendió las luces, él también las prendió con una que estaba en el tablero pero que no funcionaba.
De todas maneras, no necesitaba ver. Disfrutaba de la pequeña brisa veraniega. Venía tan entretenido subiendo y bajando lomas, que cuando quiso acordar habían llegado a la pequeña ciudad en la que había vivido hasta los 20 años, y después mudado a Rosario, provincia de Santa Fe, lugar en el que vivía actualmente.
El camionero, que también era de Rosario, después de girar en una rotonda, tomó la avenida céntrica y se encontró que a una cuadra se hacía un corso. Ya no podía retroceder, porque detrás de ellos se sumaban carrozas para desfilar. Acompañaban a esa marea de gente: murgas mascaritas y comparsas. El camión cargado de chatarras, debió sumarse a los que iban por la calle como una carroza más. A los que venían dentro de la cabina del camión, nadie les daba bolilla. Sí al Felfe, que en ese momento descubría un amigo. Se paró en el techo de chapa, y haciendo equilibrio lo saludó. Era el Botella, con su nariz remarcada por un tinto imaginario, porque no tomaba alcohol. En un carnaval se había disfrazado de payaso, pero todos lo reconocieron. Nunca más probó, porque de hacerlo, debía utilizar una máscara que escondiera su nariz, y no era fácil conseguirla. Desde esa altura siguió recorriendo con la mirada y descubrió al Sonrisa, el de la boca abierta porque le sobresalían los dientes. A pesar que estaba parado en la vereda de enfrente, levantó su mano y él le devolvió el saludo. Se miraron un momento y recordaron muchas cosas. Otro de cara colorada y pelo naranja que le decían El Pecoso. Ayudado por la memoria, el Felfe le pegó las pecas, y corroboró que era él.
Habían brindado un año nuevo con sidra en la casa del Pecoso, bajo una lluvia torrencial. Debían ir a otro lugar para esperar año nuevo, pero cuando estaban por partir, la lluvia fue torrencial desde los últimos diez minutos del año viejo y los cinco primeros minutos del año nuevo. Como llevaban una botella de sidra, brindaron los dos solos. Era imposible olvidar aquel momento. Descubrió uno que casi no se veía entre la gente. Era el Cura, que lo apodaban así porque vestía siempre de negro. Además, hablaba poco. Se divertía escuchando a los demás. Otro que lo llamaban El Silbador, por tener los cachetes inflados, al descubrirlo el Felfe le gritó-. ¡Silbate Canaro en París! ¿Te acordás? Lo hacía tan bien, que a toda fiesta que iba se lo pedían. Se ayudaba con los dedos para hacer las variaciones. La música era su expresión. Siempre había querido tener un bandoneón y se preguntó si se lo habría comparado. Tuvo como respuesta un saludo con la mano y un silbido largo como pronunciando una palabra. Lo había reconocido. Divisó en la vereda de enfrente la cabeza de una persona que aparecía y desaparecía, hasta que se detuvo en un claro. Era El Rengo Fernández. A su lado estaba una mujer. ¿Sería su señora?
Había datos que se sumaban con los años y él no los sabía.
De cuando en cuando el camión se detenía. Entonces aprovechaba para mirar su entorno girando arrima de la capota, y descubrir otros amigos. A muchos los hubiera reconocido por la ropa, pero hoy era otra la moda. Algunos estarían más gordos, otros más flacos. Los recordaba por lo que habían hecho juntos. Mientras tanto las carrozas seguían desfilando y eran contempladas por el jurado que elegiría la mejor. Terminaron de pasar por donde el Felfe había despertado la alegría de muchos, saludando a quienes fueron sus compañeros de andanzas, y otros que no conocía.
Esa noche, se acostó pensando que si no hubiese sido porque el chofer no sabía que en esa calle se hacía el corso, nunca más hubiese visto a sus viejos amigos. Después se durmió.
* Escritor, dramaturgo, titiritero, actor
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