La cicatriz, un libro de Daila Prado
En estas páginas presentamos una reseña sobre el libro “La cicatriz”, sobre la vida de Manuel Baigorria, escrita por la autora rosarina Daila Prado y presentada en la Feria Provincial del Libro del 2022.
Omar Lobos *
Dice Víktor Shklovski en su autobiográfico Viaje sentimental que no es la historia lo que hay que escribir, sino una biografía. Significa que es la vivencia del ser humano la que va pegando en su tránsito azaroso los girones y planos diversos y dispersos de lo real y dotándolos de una cierta organicidad, volviéndolos una integridad, algo que tiene sentido.
Eso por un lado.
En el prólogo a sus Hermanos Karamázov, Dostoievski se excusa por la “insignificancia” de su héroe principal, Aliosha, que además es un “raro”, y entonces el lector tendría derecho a preguntarse por qué distraer su tiempo con él, pero -subraya Dostoievski en el prólogo- “suele ocurrir que el extravagante muchas veces porte en sí mejor que ningún otro la médula del todo”.
De esto se hace eco Ricardo Piglia, en su famosa novela Respiración artificial, donde el protagonista historiador busca la cifra de la historia argentina en alguien que es la contracara de una figura heroica -se trata de un suicida, un traidor, un buscador de oro-, y quiere escribir sobre él para “mostrar el movimiento histórico que se encierra en esa vida tan excéntrica”. Es decir, esos “reversos”, esos márgenes de la historia pueden decirnos mucho más sobre la historia misma que sus páginas más expuestas y notables.
Esto por otro lado.
El oficial unitario puntano Manuel Baigorria (1809-1875) es una figura que resume en sí la imposibilidad de páginas prolijamente heroicas si lo que se busca es la aproximación a la compleja urdimbre de nuestro pasado nacional.
“Su historia -señala Álvaro Yunque en su Calfucurá- es una novela”. Y reclama: “Su existencia bien merecería que se la sacara de la penumbra histórica en que yace ahora para iluminarla de arte. Es una vida donde hay poco que novelar para hacerla novela”.
Es decir, es una figura que pide a gritos la literatura, las posibilidades ¿hermenéuticas? que da el abordaje literario. Porque la literatura tiene un carácter metonímico, es decir, propone siempre un ejemplo particular que está expresando una regla general. Aunque esto tenga sus bemoles, y Borges, por ejemplo, se enojara en su ensayo “La poesía gauchesca” con la entronización de Martín Fierro como “poema épico”: “La estrafalaria y cándida necesidad de que el Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, siquiera de un modo simbólico, la historia secular de la patria, con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Tucumán y de Ituzaingó, en las andanzas de un cuchillero de 1870”.
No podían, para Borges, estar cifrados allí los avatares de la nación. Pero nosotros vamos a ir a contrapelo de lo que dice el maestro, y sostener que en la propia vida del coronel Baigorria -que tiene sus paralelismos, al menos, con la “vida” tierra adentro del personaje hernandiano- se condensan hechos, tipologías sociales y espacios que configuran lo que puede llamarse la realidad argentina de buena parte del siglo XIX.
En primer lugar, quiero insistir con el hecho de que la historiografía argentina (y con ella la cultura argentina) en general se ha esmerado en separar las guerras civiles de las llamadas guerras de fronteras con el indio, incluso como si este no llegara siquiera a constituir un sujeto histórico con derecho a ser tenido en cuenta en las sangrientas disputas ideológicas, económicas y territoriales que determinarían -al cabo del siglo XIX- la configuración sociopolítica y económica de nuestro país hasta el día de hoy.
La novela.
La cicatriz pone el acento justamente en esa marca -de la que venimos pero que hemos elegido ignorar-, porque su protagonista campeó de un lado a otro de ella cosiéndose en el propio cuero el duro hilván de esa convivencia: la derrota unitaria a manos del rosismo lo llevó a sus veinte años de ostracismo en las tolderías ranqueles, la caída de Rosas lo sacó de allí y lo llevó a la comandancia de Río Cuarto, desde donde se constituiría en interlocutor entre el gobierno de la Confederación Argentina y los pueblos de la Pampa: calfucuraches y ranculches; hasta que traicionó a ambas partes y se fue a dar la mano al unitarismo porteño, y cuando volvió a lo de sus antiguos protectores fue para invadirlos.
La novela de Daila Prado recorta fundamentalmente los veinte años (de 1832 a 1852) de vida ranquelina de Manuel Baigorria, nombre que a los pampeanos nos recuerda siempre, en su repetición diminutiva, la estirpe del cacique Baigorrita, su ahijado, hijo de Pichún Hualá, nieto de Yanquetruz.
Baigorria fue a su modo un hombre letrado, rudamente letrado, pero letrado al fin (Estanislao Zeballos habla de su gusto por los potros, los libros y los diarios), y nos legó unas arduas y fabulosas Memorias, escritas en la Villa del Río Cuarto en 1868 y en una tercera persona que ha sido motivo de controversia entre los estudiosos, sobre si las escribió él mismo o las dictó. Poco importa. En ellas, por supuesto, encuentra Daila -riocuartense a su vez- una fuente privilegiada, entre numerosas otras, para componer el fondo biográfico de su narración.
Porque no sé si me animo a decir que La cicatriz sea una novela histórica (mucho menos, biográfica). Por lo menos en el sentido más mezquino del término, ya que en sentido amplio cualquier novela es “histórica”, ancla en su tiempo, lo cifra, lo refleja, etc. En su sentido más acotado, nos representamos este género como aquel que abreva en temas y personajes que han sido fundamentalmente objeto de examen por parte de la historiografía. Y en este caso, por supuesto, tenemos a un personaje “que está en los libros de historia”, aunque sea de modo marginal. ¿Pero es que habremos de leer esta novela -o cualquier otra, “histórica”- para enterarnos de algo, para conocer datos? ¿O a dónde se dirigen las miras de una empresa literaria como esta? ¿Qué tiene el lector que ir a buscar ahí?
La literatura es puro lenguaje, espesores de la lengua, sedimentos amontonados allí, registros, entonaciones, galas.
Por eso es fundamental la manera en que está narrada la novela. Casi no parece escrita por una mujer (y perdóneseme esta compleja expresión), a tal punto el colorido del lenguaje suena parcamente apaisanado, teñido sobriamente de un léxico arcaico, pero, fundamentalmente, dotado de una entonación, de un modo, en que podían expresarse los sentimientos y discurrir las cavilaciones en un hombre duro y de poca instrucción como Manuel Baigorria. En este plano la autora le entrega todo al personaje, que diga, que se exprese. De allí que, aun tratándose de una prosa delicada, el lenguaje conserve una aspereza hombruna, por la que se cuelan palabras viejas, acriolladas, a más de un léxico común a todo lo que llamamos la literatura de fronteras. Solo en algún raro momento se hace alguna concesión a la mirada femenina sobre las cosas: “Dicen que en seguida cruzó la frontera, acompañado solo por el teniente Neira y una mujercita llamada Paulina; pobre niña tonta, con qué argucias la habrá convencido”.
Las ochenta primeras páginas fungen como una especie de contextualización y prólogo.
La juventud del oficialito puntano se desarrolla en pleno recrudecimiento de las guerras civiles entre federales y unitarios que sobreviene al fusilamiento del gobernador de Buenos Aires Manuel Dorrego. El unitario Baigorria tendrá su bautismo de sangre en la batalla de Oncativo, en 1830, al mando del general Paz, cuando derrotan en tierra cordobesa a las fuerzas de Facundo Quiroga. Pero la revancha feroz del Tigre de los Llanos no se hará esperar, y Baigorria junto con superiores y compañeros suyos será hecho prisionero. Cuando lo van a fusilar, una ocasión fortuita lo hace pasar inadvertido en el momento en que están llevándose a los condenados al paredón y precipita su fuga de prisión y su partida hacia el sur, a tierra de indios. Pasará allí veinte años.
A partir de allí, La cicatriz se vuelve también una novela de aventuras, un adentramiento en lo desconocido. Nos hace recorrer el paisaje ranquel como asombroso, como algo que se resiste a entregarse por completo: el monte, los médanos, las rastrilladas, la toponimia, la gente y su vida, sentimos el estremecimiento del protagonista: “Ah, la frontera: cicatriz”.
Vendrá luego para el protagonista la tarea de ir “mudando lentamente la piel del alma”: con tal de ganar el favor del gran cacique Yanquetruz, se resigna el primer tiempo a ser sirviente de la cacica principal, aprende “a comer carne cruda de yegua y a galopar en caballo boleado”, entrega como prenda a la muchachita que ha traído consigo al capitanejo Payllá, encabeza un malón contra su propia tierra, y roba y mata huincas como él, tiene un hijo con una muchachita ranquel, en una palabra: se va volviendo Lautramán, “Cóndor Petiso”. A diferencia de su compañero Neira, que no puede resignarse ni habituarse (y que él siente como si fuera su propia conciencia, un vigilante mudo que mejor habría que terminar de matar), Baigorria “se va hallando” entre los indios. Y se convierte en un converso. Un feroz malón que lleva contra su propia patria chica, San Luis, confirma a los ojos de propios y ajenos la catadura del maldito. Y un sablazo que recibe en plena cara en una batalla en cercanías del Río Cuarto le bordará brutalmente en el rostro la cicatriz que viene a refrendar aquella primera de su alma y que lo distinguirá el resto de su vida: “¡Qué seco le han pegado al coronel!”, murmurarán en adelante quienes vean aquella marca.
En su famosa “excursión” a los ranqueles, Lucio Mansilla le recordará justamente al cacique Baigorrita que “Baigorria no era buen hombre, que había sido mal cristiano y mal indio, que a unos y a otros los había traicionado”, a lo que Baigorrita le replicará que “al fin era su padrino, que llevaba su nombre y que él no podía dejar de quererle”.
Baigorria.
En esta complejidad se para Daila Prado para presentarnos a su personaje. No lo edulcora, no lo inviste de heroísmo alguno ni insiste demasiado en sus conductas virtuosas -que las tiene-, tampoco lo excusa de nada y pinta con crudeza (al borde de una antipatía manifiesta de su parte) su ambición desaforada, terca, sanguinaria; pero a la vez parece escrutarlo todo el tiempo: quién es, cómo es Baigorria, por qué es capaz de lo que es, y grandes esfuerzos para que lo comprendamos proyectado sobre el gigantesco lienzo de la vida humana de entonces, la dura vida en un contexto de luchas encarnizadas, que ayuda a entender -si no a empatizar con ellos- destinos que pueden parecer ajenos, bárbaros y terribles.
A lo largo de sus cuatrocientas páginas, por la novela desfilan, se retratan, viven y hablan los nombres de un lado: los más grandes, como Rosas, Lavalle, La Madrid, y los más locales Pablo Lucero, Calderón, “Quebracho” López; y lo mismo los nombres de la frontera al sur: Yanquetruz, Payné, Pichún, Calvaiñ. Así, a través de esos nombres -y, fundamentalmente, del protagonista-, las contiendas entre unitarios y federales y las disputas territoriales entre blancos e indios, capciosamente escindidas en el imaginario cultural argentino, se funden en el relato en una sola lucha.
Cuando después de la batalla de Caseros termina el reino de mil años de Juan Manuel de Rosas y el país se apresta a avanzar hacia una configuración definitiva, Baigorria, aceptando la amistad de Urquiza, abandona los toldos para siempre y vuelve a tierra de cristianos. Daila Prado, como el poema de Borges, “lo deja en el caballo”, porfiando va Baigorria, espoleándolo tozudamente hacia adelante, hacia el fragor del nuevo tiempo por venir, para seguir quemándose.
La autora no es dada a efusiones líricas (su lirismo es siempre contenido, pudoroso, y quizá sea esto lo que vuelve el estilo más eficaz, más hondo), pero ablanda la novela un profundo sentido de humanidad y de respeto. Es muy necesario siempre el respeto -y más en el caso de hechos históricos-, del autor por sus héroes, por el tema, por todo lo que toca, calibrar el sentido de apropiación que siempre parece intrínseco al quehacer literario -y quizá de una manera más amplia, libre y “legitimada” que en los demás tipos de apropiaciones que inexorablemente hace el lenguaje- y cuidar el prisma ético que lo tiene que atravesar.
Estas líneas quieren invitar calurosamente a la lectura, sobre todo a los que compartimos la cultura, el paisaje y la identidad histórica que esta gran obra recorre. A pesar de su dura épica, en estas páginas la gente vive y ama, germinan los hijos, se entiende y se busca la belleza.
Daila Prado nació en Rosario pero se crió y vive en la ciudad de Río Cuarto. Desde hace mucho tiempo está ligada a La Pampa, donde otrora solía frecuentar los encuentros de escritores organizados por la APE y conserva amistades y admiraciones. En nuestra Feria Provincial del Libro 2022, presentamos La cicatriz junto con la autora.
La novela está disponible hoy en una segunda edición realizada por la editorial UniRío, de la Universidad de Río Cuarto, y con el agregado del subtítulo Vida de Manuel Baigorria. La primera había sido publicada por Ediciones B, en el año 2008, y fue la primera novela de Daila Prado. A ella se sumaron luego José Francisco, esclavo (Raíz de Dos, 2012) y Los vencedores del Aconcagua (Colihue, 2013 - finalista del concurso de Página/12 Nueva Novela 2012). Esta última narra un episodio histórico muy particular y de escaso conocimiento por parte de la gran mayoría de la población. Se trata de la aventura llevada a cabo en 1953 por un grupo de suboficiales del ejército -entre los que participaba el pampeano Marcelino Severo Arballo-, que escalaron el Aconcagua para colocar en su cima los bustos de Perón y Evita. Luego, con la llegada de la llamada Revolución Libertadora, los bustos debieron ser bajados, y como guía de la nueva expedición participó el suboficial pampeano, lo que fue visto por sus camaradas como una traición.
* Investigador
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