Viernes 20 de junio 2025

La guitarra de aparecidos

Redaccion Avances 27/04/2025 - 06.00.hs

La presencia de Inocencio López en la poesía de Edgar Morisoli. El autor de este artículo repasa su relación y lo plasma en un recorrido por los libros “Obra Callada” y “Tabla de un náufrago”.

 

Ernesto del Viso *

 

A cada paso de esta recorrida poética, por la senda literaria, mágica y real del poeta Edgar Morisoli, continúo interrogándome por el nombre de la guitarra o mejor expresado, del guitarrero, que ha tañido el instrumento que Edgar ha dejado hace un largo tiempo ya de pulsar, de semblantear sus bordones graves y majestuosos malambos que la mudanza creada por el bailarín suaviza y re-domado.

 

La guitarra luce en humilde patio de campaña, al resguardo de soledades empinadas en los desiertos.

 

Primer Movimiento: El despertar

 

El poeta ha regresado de la noche. Como todos los días: está de amanecida. Allí, a la noche, ha entrado temprano para guarecerse de las sombras que protegen el patio y la morada.

 

Más de una vez soñará, a manera de evocación levitante, los pedrales negros del S.O. de La Pampa, sobre los que desando, con Retamales (…que al camión le hablaba como a su propio caballo), hasta encontrar, en las orillas de un río, el puesto de Díaz, que les salve de aquel enero, mediodía, de bochorno y sed.

 

¿Iban a algún espacio, para que el agrimensor escudriñara qué metro cuadrado, qué parcela perdida en horizontes lejanos y perdidos para la visión citadina, quejumbrosos?, no lo sé, tampoco.

 

Afuera de su casa, los “agentes del orden”, otra vez han dado el zarpazo: “…otra vez…por enésima vez…quedé sin trabajo”. Exclama, no con aire de derrota. Nunca. Sí, hastiado de tantas espinas en el sendero de sus pasos.

 

Tiempos de poeta callado, de la puerta del recibidor, coronado en el ala sur por inmensa obra pictórica de SOA Sombra, para afuera.

 

Adentro, el día enciende el mate. La cocina prorrumpe en algarabías y penas, en papeles, libros, alguno que otro mapa y la Margarita del Santa Fe, de ayer, que perfuma, silenciosamente, el espacio íntimo, familiar.

 

La misma flor santafesina, que de pronto se pone a cantar algo y él recuerda que no tiene más la guitarra de Enzo. La dejó en Fisherton.

 

Evoca: ¿en qué manos estará?

 

Los nombres y apellidos no se olvidan; aparecen de pronto, cual lucecita anunciadora en el paso de los años. A veces “¡…Caprichos que tiene el alma / de acercar lo que está lejos!” (“Cuaderno del Rumbeador-pag.116 “Trova de ausencia”). Pero siempre desafiando olvidos y a la conduerma de alguna memoria reticente de nombradías populares.

 

Cantores y guitarreros que no alcanzan a proyectarse más allá de ese fogón nochero e intimista, a cuya lumbre se sabe, se entiende, el canto más notorio y ocasiones más secreto que el urbano puede columbrar.

 

Morisoli, trashumante, agrimensor, pastor de coplas; entreverado con los silencios de La Pampa.

 

Con su paso firme, aunque la huella es guadal y un sol a pleno y meridiano, guiándolo por espesuras cerradas, fachinal guardián de su rodadura.

 

Llegó a uno de esos territorios en que alguna vez, la línea ferroviaria Bahía Blanca - Zapala (Neuquén) había inaugurado con el fin de poder extraer la sal de la salina “El Chancho” de la estancia “La María Luisa”, poderío de don Fortunato Anzoátegui, en el Dpto. Caleu-Caleu, sur de La Pampa.

 

Allí en los despojos de la llamada “Media Estación”, un nombre, un apellido no más, pero distinto a los que ha nombrado y citará el Vate: don Inocencio López, de oficio “Caminero”.

 

Margarita, tenemos visita”

 

Pero de pronto, alguien se sienta a la mesa de la cocina -matera incólume, de días y días de amasar la vida-.

 

El que llega es un oriental, como aquellos abuelos del poeta. Qué mejor momento, para enhebrar recuerdos del Caleu-Caleu.

 

Finales de los años 50 del siglo pasado. Como corresponde, enseguida acude el ofrecimiento del mate.

 

El vate se encuentra muy sorprendido, por semejante visita.

 

- ¿Desea un mate, don Inocencio?

 

- Cómo no, señor Morisoli.

 

- ¿Es usted o la imagen del que fue?

 

- No lo sé - responde López. Tal vez sea el aparecido del que le hablé hace más de 50 años, a orillas de un fogón nochero.

 

¿Recuerda, señor?

 

La pava, bulle feliz, como lo manifiesta Manuel Castilla a orillas del Río Chico, en el norte de la Patria.

 

Está allí, aquel señor de la Media Estación: Inocencio López, de oficio, “caminero”.

 

La infusión con Ilex, los acerca, consagra nuevamente aquella amistad de al paso, de hace tantos años atrás.

 

Ahora afuera, exhalan vientos de libertad. La democracia, una niña frágil, que renace vigorosa exigiendo “Nunca Más”.

 

Acá dentro, la niebla de los tiempos juega a quedarse con la escena del olvido, pero el Pampero de los recuerdos sopla fuerte, con hidalguía, y hace más cierta la reunión del poeta y el caminero de los montes del Caleu – Caleu.

 

Intermezzo - Guitarra sanducera”

 

El mes de marzo de 2018 se iba extinguiendo, como así también la semana, (era viernes), cuando Morisoli y a mi solicitud, me relata: “A Inocencio López lo conocí, cuando lo único que quedaba de la media estación, era la casilla de la Báscula de Klappenbach y que Vialidad Nacional le había otorgado a López, para que viviera”. Este encuentro sucedió a fines de la década de los años 50’.

 

El trabajo de López, habíamos esgrimido que era “caminero”.

 

A lo que Edgar nos dice: “Esa labor consistía de encargarse del entonces camino de tierra firme, que unía la localidad de Gral. San Martín, por el sur, hasta el establecimiento de Fortunato Anzoategui”. Quién era Anzoategui, diremos que se trataba de un hombre del Uruguay, que supo contratar mucha gente de su país natal, para que laborara en sus campos. Entre ellos, vino don López de quien, claro está, podemos acercar poca data. Si decir, que Inocencio era oriental, de pocas palabras y tocaba la guitarra. Casi no le gustaba cantar, acierta a señalarme Morisoli, lo hacía solo en ocasión de interpretar alguna vidalita oriental.

 

Concierto de guitarra en dos movimientos:

 

Relevando la obra completa de Morisoli uno acierta a encontrar que Don Inocencio ya había tenido cabida, a mediados de los 80, en el pensar recordado de Morisoli, en un poema titulado “Pliego del Sur” (fragmento), del libro “El águila sin pena” (1984/86), en Obra Callada, página 341: “Y ahora es el sur, un grito de gaviotas repetido en el aire… El sur, el monte crudo, los largos rieles muertos entre los fachinales, y en la vieja casilla que fuera de la báscula, López -o la memoria de López, su vacío-, guitarra sanducera para la nochecita. Su día era el camino: california para los alambrados, hacha con los renuevos, pala-de-buey y viento. Arena y viento”.

 

Acá don Inocencio, no solo despunta su oficio de “caminero”, como lo presenta el poeta en el otro poema. Sí regresa Morisoli a citar: “y después la encordada: sencillita, paisana y pobre y fiel; sabia en milongas”.

 

Aunque en otro sitio de su poesía, López será todo eso, más su guitarra uruguaya.

 

Segundo Movimiento: Lento y de aparecidos.

 

Pero entremos al sitio donde acontece lo que deseo contar y hallamos los elementos ciertos que dan realidad al relato: La noche, la ginebra al medio para adornar, si hay otro, narraciones de simples aconteceres del campo y por supuesto “la encordada”.

 

Bien pinta la escena el bardo, esgrimiendo una coreografía a “cielo abierto” para que esa “seis cuerdas”, cuente algún sucedido o exprese la nostalgia oriental y mayor.

 

Es Inocencio López, el guardia altivo de ese sur por “El Amargo”, montes de Caleu-Caleu, “silencioso territorio, en el fondo de las Pampas del Sud, donde el honor del hombre, se llama permanencia” (E.M), de silencio salobres y salvaje estrellerío, como alguna vez dijera Aldo Umazano, quien también supo andar en campañas con Morisoli, tal vez en otros lares.

 

Una fidelidad que asemeja a la del perro o el caballo, compañeros ciertos en estas soledades pampas, de otrora vías ferroviarias, de rieles que cada tanto crujen silenciosamente, en reclamo cierto al paso nuevo de algún tren, que traiga movimiento al paisaje y al poblado que se resume cada vez más. Camino a desaparecer. Y desaparece.

 

Guitarra de cuerdas gastadas, ensordinadas con el pasar del tiempo, pero que resguardan, celosamente, en su caja armónica, sonoridades pasadas, como para que el relato no resulte ausente de armonías suavecitas, casi imperceptibles.

 

Su noche, en la casilla, la ginebra del solo o a veces la compañía de un puestero vecino, mientras se dora lento algún asado y la charla desgrana simples aconteceres: andanzas del león; crónicas negras de las hachadas grandes, por los tiempos de Fortunato Anzoátegui… silencio; estrellerío; y después la encordada sencillita, paisana y pobre y fiel; sabia en milongas”. (E.M.)

 

La guitarra de López.

 

Doce años después, el recuerdo, la ensoñación, el fantasma tal vez, por lo que hace más de 60 años Inocencio López le contara a Morisoli, en estribaciones de la que sería larga y definitiva estancia en La Pampa, surge en el papel y el pensamiento nuevamente, de este caminero de la Media Estación, dos legüas al norte de Anzoátegui.

 

Tabla del Náufrago” (Ed. Pitanguá – 2008), contiene el poema que, como relato, adenda la visión de aquellos años de la explotación de la madera y la sal, en ese complejo obrajero que Anzoátegui denominó “Salinas Grandes y Montes Vírgenes”. El enfoque que nos acerca el poeta, pertenece a la Sra. Delia E. Iturrioz, nacida allí, en la “Media Estación”, extraído de su libro “Memorias de una pampeana” (Ed. De la autora – 2002).

 

Ahora Morisoli, completa con este poema el retrato de lo que él vio de López: “Don Inocencio López era hombre austero, de trabajo. Hablaba lo justo, nada más.”

 

Y en alguna noche, allá muy lejos, años 50 del siglo pasado, en derredor del fogón, silencio entre los dos hombres, se invita una milonga, una vidalita tal vez.

 

Y de pronto la revelación del oriental López: “- Créame, aquí suceden / cosas raras, no sé…Si está sereno y con la luna llena, /se oye clarito retumbar las hachas en la hondura del monte”.

 

El fuego bailotea en azul y verde, como expresa Morisoli, alumbra tal vez el asombro del poeta, siempre atento a la naturaleza y la profundidad del saber popular. Aquella vidalita de López, lo puebla de ayes e interrogantes al vate. Lo inquieta, más allá de lo que su espíritu normalmente lo hace.

 

“La cátedra del desierto”, musicalizada por una guitarra sanducera, plena de alegoría fantasmales.

 

Un nuevo maestro del campo, le sigue corriendo velos al agrimensor que murmura Caleu – Caleu adentro, una nueva canción sin letra ni melodía.

 

Una guitarra, la de Inocencio López, para revelar misterios, para asombrar al interlocutor con estampas de aparecidos… con fantasmas. Con la aparición, quizá del alma de algún “ruso” o algún “polaco” o tal vez la de algún criollo inquieto, que viene a revivir aquellas noches cotidianas peleadas a sangre y hacha entre los pobladores de ambas bandas, al filo del río Colorado. Aquellos que al decir de Morisoli (“…peleando el pan al monte”).

 

También esa guitarra podría instar al rumor de algún angelito que se cobró la pequeña comarca de trabajo y desamparo en que vivían esas familias peregrinas, siempre en busca de alguna paga segura y asentamiento real para sus días. Tal vez aquel niño o niña que, en diminuto cofre, improvisado ataúd, que, entre las ramas de viejo algarrobo, el rapsoda – agrimensor, divisó.

 

Don López guarda el Sur; cuida ese rumbo allá por El Amargo, en cuyo umbral salobre la luna bisbisea un ensalmo, un conjuro, un confuso presagio que acaso significa: -Esta tierra te espera-”. (E.M.)

 

* Músico

 

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