Sabado 27 de abril 2024

La niña muerta al costado de la ruta

Redaccion Avances 03/09/2023 - 09.00.hs

El autor de esta tenebrosa historia nació en la localidad pampeana de Trenel, se desempeña como periodista en el diario La Arena y publica sus escritos en el blog alexisjuandaurelio.blogspot.com, al que puede accederse de forma libre y gratuita.

 

Alexis Daurelio *

 

La noche caía lúgubre. No andaba ni un alma en el pueblo. A lo lejos se escuchaban los agudos ladridos de los perros que parecían lobos.

 

Santiago besó en la frente a su mamá que dormía boca arriba en la antigua cama de dos plazas. “Chau, viejita”.

 

Apagó la última luz y cerró con llave la puerta principal de la casona. Miró al frente y oyó el chorro de agua que caía incólume de la torre de ladrillos situada metros más adelante de las vías del tren.

 

Caminó unos metros hasta el auto estacionado sobre el cordón de la vereda y se subió. Apretó el volante con los dedos de su mano izquierda y encendió la marcha con la derecha.

 

Revisó el bolsito, ubicado en el asiento del acompañante, y tenía todo. El anillo, el ramo de rosas, los pasajes a Cataratas.

 

“Todo en su lugar”, se dijo reconfortado.

 

Aceleró la marcha del Gol Trend y transitó en segunda varias cuadras hasta llegar al acceso principal donde empalmó con la Ruta 2.

 

Prendió la radio, buscó en el dial y localizó música clásica en una AM de la zona. Sonaba Vivaldi.

 

Se acordó de su papá muerto. Buscó otra señal. Sonaba “Los Calientes” de Babasónicos. Recordó, de inmediato, a su novia Sofía, el único y gran amor de su vida. Con ese tema la conoció en aquel bar de mala muerte.

 

El trayecto era corto. Unos 35 kilómetros de su pueblo, Leandro Alem, a General Roca, una ciudad de unos 30 mil habitantes situada al sur. La idea era llegar de imprevisto a la casa de Sofía para proponerle un viaje juntos.

 

Mientras manejaba, una pequeña mueca se le esbozó en los labios al imaginar la cara de su novia al verlo llegar.

 

“Mi amor, te amo tanto”, imaginaba la respuesta de la muchacha. Ambos, según quienes los frecuentaban, eran una especie de pareja sacada de los cuentos de hadas.

 

Santiago observó por la ventanilla izquierda el verde cartel fluorescente. “General Roca, a 25 kilómetros”. Volvió la mirada al frente.

 

Las primeras gotas irrumpieron amenazantes sobre el vidrio delantero del auto. Como en un horizonte lejano, un trueno retumbó pesado. “Esto, en cualquier momento se larga”, pensó al activar el limpiaparabrisas. De repente, un ruido seco con dirección desconocida lo llenó de pavor. “Pummm”.

 

Una paloma pegó de lleno contra la ventanilla delantera derecha. Como primer impulso, el conductor torció la cabeza unos centímetros y alcanzó a ver al ave que parecía mirarlo con sus ojos negros abiertos antes de desplomarse sin vida en el medio de la ruta. “Qué fue eso”.

 

Santiago tomó la primera curva hacia la derecha y determinó ir despacio por la lluvia que caía sin piedad. Estaba más atento que nunca a las líneas blancas de la ruta iluminadas por los faros del Gol en cuarta velocidad. Achinaba los ojos que, de repente, caían trémulos por una especie de sueño repentino. “Pero si dormí todo el día”. Sintió un leve movimiento del auto provocado por un camión cargado con pollos que circulaba en sentido contrario. El limpiaparabrisas iba y venía, de derecha a izquierda, a ritmo sincronizado.

 

El joven conductor miró el cielo. Todo nubes. Ni una estrella. Mucho menos la luna. Sintió un olor putrefacto proveniente del sur. Disminuyó un poco más la marcha. Empezó a llover a cántaros. Como hacía tiempo no llovía. Evaluó que tal vez le faltaban unos 15 kilómetros para llegar cuando la radio cambió sola de señal. Miró el estéreo sorprendido pero no le dio importancia. Luego, llevó su vista hacia el cielo negro que de repente se sumergió rodeado de caranchos enormes, como perros voladores, que daban vueltas en redondel solo encima del auto.

 

Se levantó viento y el polvo de los campos arados invisibilizó aún más el escenario de la solitaria ruta. Santiago divisó unos metros adelante, sobre la banquina izquierda, otro cartel indicador verde.

 

Recordó algo que le dijo su padre cuando era chico. “No le tengas miedo a nada Santi, solo a las tormentas, que son como ruidos del diablo”. Al llegar al cartel, volteó y miró atento. “General Roca, 10 kilómetros”.

 

Luego, sus ojos se posaron un poco más abajo hacia una inexplicable imagen. Un bulto enorme y blanco permanecía aquietado bajo el feroz torrente de agua que caía sin parar.

 

Santiago sintió terror. Aquello era un objeto muy extraño. Como un animal muerto. Como un perro boca abajo o varias ruedas de camión apiladas una encima de otra. Bajó la marcha, puso tercera, su mente se llenó de confusión. “Dios mío, qué es eso”, se besó el crucifico puesto en el cuello. Disminuyó aún más la marcha y estacionó en la banquina derecha cerca del alambrado. Se bajó del auto y se empapó en cuestión de segundos. Cerró los ojos, abrió la boca y cruzó la ruta con una fuerte respiración y pasos agigantados. Ambos brazos encima de la cabeza. No miró para ninguno de los dos costados. “Que mierda es eso”.

 

Llegó al bulto desconocido. “Esto no puede ser”, dijo en voz alta al llegar. El agua le corría por las mejillas. Estaba cansado por el trote. Respiraba muy fuerte.

 

Santiago vio una niña de unos nueve años muerta boca abajo. Solo tenía un camisón blanco destrozado con manchas marrones. De repente, un camión, por la ruta, hizo sonar una potente bocina. “Ehhhh, señor, pare, pare por favor, señor”, corrió hacia la ruta buscando ayuda. El camión siguió de largo. Santiago volvió hacia la niña y determinó darla vuelta. “Pobrecita mi ángel”. Mientras la giraba en el lugar, le invadió el pánico. La nena tenía el pelo enmarañado, los ojos cerrados, la cara llena de cortes de cuchillos, sangre seca y mierda en toda la cara. Con dos dedos de su mano derecha le tomó el pulso en el cuello y comprobó que estaba muerta. “La puta madre”. Le hizo RCP unos segundos, pero fue en vano. Todo a una velocidad desesperante. “Ahhhhh, no puede ser”, se rindió al mirar el cielo que parecía una fuente inagotable de agua.

 

El joven cargó, con todas sus fuerzas, a la niña. Empapado y con las primeras lágrimas que rodeaban sus ojos cruzó la ruta otra vez sin importarle sí venía alguien. Se acordó de su mamá. La quería cerca. A su lado. Ella sabría qué hacer. Acomodó a la niña en el suelo, abrió la puerta de atrás del auto, la volvió a cargar y la acostó boca abajo en el asiento trasero. Buscó rápido, y con movimientos torpes, pero no tenía nada para taparla.

 

Se desplomó en el asiento delantero, tomó el volante, las manos le temblaban, y encendió la marcha. Subió a la ruta, el Gol hizo un pequeño movimiento hacia arriba. “Qué te pasó chiquita”, dijo con la voz temblorosa.

 

El olor nauseabundo volvió a inundarlo de asco. Volvió a pensar en su madre y ahora también en Sofía. Miró por el espejo retrovisor y ese bulto blanco solo le provocaba dolor. Buscó, con velocidad, el celular en la gabeta para intentar llamar a su novia. “La llevo a la casa de Sofi y vamos al hospital”, trataba de anticipar. “Zona fuera de cobertura”.

 

El auto circulaba despacio. Santiago olvidó los regalos, el viaje y el amor. Sentía su mente agobiada, su alma asfixiada y un miedo abstracto a todo. Puso tercera. Volvió a agarrar el celular.

 

“Zona sin cobertura”. Lo tiró en el asiento del acompañante, puteó y le pegó una trompada certera y dolorosa al volante. “Ahhh”, se miró los nudillos. De repente, bajo la lluvia, un ensordecedor ruido lo volvió a sacar del asiento. Una enorme paloma golpeó contra el vidrio del lado del conductor y cayó muerta sobre las líneas blancas.

 

Impulsado por alguna fuerza extraña y sin motivo aparente, el Gol comenzó a zigzaguear por el medio de la mojada ruta. Las manos del conductor quedaron inconexas mientras su pie izquierdo se atoró debajo del embrague. Comenzó a patalear.

 

“Nooo, por dios”, gritó Santiago al ver imposible retomar el control del auto que se cruzó de carril, directo hacia la banquina derecha. El muchacho, con una lucidez que se desvanecía, sin poder hacer nada, más que confiar el Dios, alcanzó a mirar por el espejo retrovisor central y vio una fantasmal imagen.

 

La niña estaba sentada, erguida, con la mirada puesta al frente y una maliciosa sonrisa dibujada en su rostro cortado. La nena se metió el dedo índice en uno de los agujeros de la nariz y lanzó una chillona carcajada.

 

El auto comenzó a dar tumbos en la banquina hasta quedar atrapado entre los alambres de un campo con las cuatro ruedas arriba. El celular de Santiago, a unos dos o tres metros, dentro del campo, comenzó a sonar. “Sofía llamando”.

 

* Periodista y escritor

 

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