Sabado 27 de abril 2024

La orientación de la felicidad (chicles)

Redaccion Avances 25/02/2024 - 15.00.hs

En esta nueva entrega de La Maga, traemos a nuestros lectores y lectoras un cuento del escritor y docente cordobés David Voloj. La felicidad, para algunos, está en las pequeñas cosas.

 

Gisela Colombo *

 

A nosotros nos gusta mucho el chicle. Mamá, que sale temprano para llevarnos a la escuela y después va a hacer las compras por el barrio, suele comerse dos o tres por día. A la vuelta del colegio, cuando hacemos los deberes con mi hermana, ella nos pregunta si queremos. Y como nosotros siempre queremos, porque nos gusta mucho el chicle, nos da uno a cada uno. O medio. No andamos por la vida comiendo solamente chicle. Eso sería tonto y nadie se lo creería. Nos gusta la fruta, la verdura, esas cosas que hacen bien y te ayudan a crecer fuerte. A la mañana tomamos una buena taza de leche, sola o con café. Y también comemos queso, carne, latas. Para el postre, el helado, por ejemplo, nos parece muy rico, igual que la gelatina o el flan. Llevamos, como dice mamá, una dieta equilibrada: un poquito de esto, un poquito de lo otro, nada en exceso.

 

Y chicles.

 

A Papá se le complica un poco conseguirlos. Como va a trabajar en auto y en el banco limpian el piso y la vereda, es muy difícil que encuentre uno. Además, él es un poco distraído. Debe ser bastante feo trabajar en un banco, viendo gente desconocida, personas que quizás mastican sus chicles en la cola de la caja pero nunca te convidan. Cuando vuelve a casa, nosotros nos damos cuenta cómo le fue. Porque si papá comió, aunque sea un pedacito de chicle, se ríe de lo lindo, hace chistes, cuenta anécdotas de cuando era chico y hasta nos trae regalos. En cambio, si se quedó con las ganas, se queja del gerente y habla de política un buen rato.

 

A la tardecita, cuando no hace tanto calor, vamos en familia a pasear al perro. Se llama Dostoyevski, porque mamá estudió tres años de literatura y casi se recibe de profesora. Es un perro encontrado, con la cara barbuda, y muy inteligente. Da la pata, se echa al suelo y come cualquier cosa, pero nosotros nunca le damos chicle, aunque al verlos se le llene el hocico de baba. Una vez se ahogó con un pedacito y, si papá no le mete la mano hasta la garganta, se nos muere asfixiado.

 

Cuando paseamos, mamá es la que está más atenta y trata de fijarse por dónde camina. Si ve un chicle en la vereda o el asfalto, se adelanta y lo pisa.

 

Después se lo saca, bien rápido, lo limpia un poco con la remera o un pañuelito de tela, y nos lo regala. Mamá no es ninguna egoísta. Dice que compartir es bueno y que nosotros deberíamos seguir el ejemplo.

 

Una vez, la directora de la escuela me sacó del aula. Dijo estar muy pero muy preocupada porque había visto a mi hermana, que por entonces iba a primer grado, revisándole las zapatillas a los compañeritos y llevándose las manos a la boca. Me preguntó qué le andaba pasando. Yo supuse que se trataba de un chicle y le empecé a contar. Pero, como la directora se enojó conmigo, me callé la boca y seguí masticando uno que había sacado del mástil de la bandera.

 

Al otro día, papá tuvo que salir antes del trabajo, pasar a buscar a mamá por casa e ir a una reunión de padres. Nos habían mandado una nota en el cuaderno de comunicados. Cuando terminamos la clase, la psicopedagoga nos buscó en la fila y nos llevó de la mano a la dirección. Mientras caminábamos, yo vi varios chicles por ahí. A la salida, antes de que las porteras pasen el lampazo, se encuentran muchos. Pero la psicopedagoga era una señora muy estricta y, cuando notaba que me alejaba de ella, me traía de vuelta a su lado, y hasta me apretó fuerte la mano.

 

La directora nos hizo pasar. Como no teníamos sillas, nos quedamos ahí parados, con mi hermana, al lado de papá y mamá, que estaban sentados frente a un escritorio grande, lleno de papeles y sellos.

 

Aunque no hacía calor, la directora estaba colorada. Dijo que el asunto era de no creer. Nos acusó de comer chicles del suelo, algo asqueroso, según ella, y antihigiénico. Habló de virus y de bacterias. En un momento, nos preguntó de dónde habíamos sacado esa costumbre. Yo dudé en hablar, porque la directora era de enojarse por cualquier cosa. Pero, justo en ese momento, mi hermana se acordó del trabajo de reciclado que habían presentado para la feria de ciencias, y empezó a contar de qué se trataba. A la directora, eso le pareció una pésima excusa. Así dijo: “Una pésima excusa lo que decís, nenita, una mentira grande como una casa”.

 

Mientras la psicopedagoga explicaba algo acerca de los malos hábitos y de los actos de rebeldía, papá señaló el escritorio. Lo hizo disimuladamente; levantó la ceja, me indicó adelante, y después me dijo, también con señas, que fuera hacía donde apuntaba con el dedo chiquito. Yo no entendía qué quería, pero igual lo hice.

 

Y ahí, debajo de la tapa del escritorio, escondido entre el reborde de chapa y el principio de la madera, lo encontré: un chicle.

 

Al tocarlo, me sorprendí. Estaba blando, un poco despegado, como si recién lo hubiesen colocado o como si ya alguien hubiese intentado sacarlo. Sin que nadie se diera cuenta, yo lo raspé con la uña y lo envolví con un recorte de papel glasé que tenía en el bolsillo del guardapolvos. A papá le había cambiado la cara. Sonrió, me guiñó un ojo y, después, simuló interesarse por lo que decía la psicopedagoga.

 

Cuando salimos de la dirección, papá dijo que cada familia se orienta por la felicidad como puede, y que muchas veces la gente no lo acepta o se enoja.

 

Mamá le dio la razón pero nos explicó que a la escuela se iba a estudiar, a jugar con los compañeritos, no a comer ni a hacer lío. Nos pidió que pensáramos, porque ya estábamos grandes y debíamos hacernos responsables. Mi hermana tardó en entender, porque recién dejaba el jardín, pero al final prometió portarse bien.

 

Antes de subir al auto, el hijo de la psicopedagoga, un chico medio raro, que usaba brackets y siempre andaba dando vueltas por la escuela, vino corriendo a donde estábamos. Me preguntó cómo me llamaba y, antes de que le respondiera, me dio un chicle. Yo le dije gracias, como corresponde. Después, el chico se volvió con la madre, que nos miraba desde la entrada y movía la cabeza para los costados, como diciendo que no y que no y que no…

 

Una vez que papá encendió el motor y subimos, les mostré a todos el regalo. Mamá me preguntó qué iba a hacer. Entonces yo desenvolví los dos chicles, el nuevo y el que tenía en el bollito de papel glasé, los puse en la alfombra, uno arriba del otro, y los pisé. Mi hermana me pidió que no arrojara los papeles por la ventanilla. Yo me enojé con ella. Le dije que nunca hacía eso y, ahí nomás, me los guardé para tirarlos en un tacho de basura. Después, repartí un poco de chicle para cada uno, e hicimos globos hasta llegar a casa.

 

 

David Voloj nació en Córdoba. Docente, escritor. Ha publicado textos literarios y periodísticos en distintos medios culturales, tanto nacionales como internacionales. Obtuvo el premio del FNArtes 2009 por su libro “Asuntos internos” y el Premio Municipal Luis de Tejeda por la crónica “Unos días en Bouwer. Aprender en el encierro”. Su séptimo libro de cuentos, “Aquellos días de tanto frío”, acaba de ser editado por Factotum (2023). Como le gusta hablar con alumnos y alumnas, sus charlas aparecen regularmente en la columna “Apuntes de clase” para el diario Hoy día Córdoba.

 

* Docente y escritora

 

' '

¿Querés recibir notificaciones de alertas?