La potencia de una literatura
La Travesía del escritor Rubén Arias resignifica la maestría de contar. Un viaje exploratorio por el viejo territorio nacional, la biblioteca pampeana, y el tiempo-ahora de personajes incrustados en nuestra época.
Sergio De Matteo *
En Latinoamérica el cuento como arte se consolida entre los años 1945 y 1965, que será, además, la semilla del “Boom”, con escritores de la talla de Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Augusto Monterroso, Silvina Ocampo, Virgilio Piñera y Julio Ramón Ribeyro, entre otras y otros. En la provincia de La Pampa tendrá su correlato, una narrativa fundacional que tiene nuevos intérpretes en las generaciones contemporáneas.
Decálogos.
A la par de la producción cuentística, surgirá, no en abundancia, distintas reflexiones de los autores y críticos literarios sobre el cuento como género. Uno de los epígonos, considerado padre del cuento en el continente, es el uruguayo Horacio Quiroga, también considerado el primer escritor profesional, hizo sus aportes en la materia con artículos publicados en diarios y revistas como “El manual del perfecto cuentista” (1925), “Los trucos del perfecto cuentista” (1925), “Decálogo del perfecto cuentista” (1927), “La crisis del cuento nacional” (1928) y “La retórica del cuento” (1928), recogidos en el libro Sobre literatura (Arca, Montevideo, 1970); donde aducía entre otras cuestiones: “En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”.
Deberíamos sumar en este metier a Julio Cortázar, quién casi medio siglo después nos entrega el artículo “Del cuento breve y sus alrededores”, reforzando sus reflexiones en “Algunos aspectos del cuento” (1962) y “Del cuento breve y sus alrededores” (1969). Jorge Luis Borges, en alusión al universo creativo de Edgar Allan Poe, también cimentará la teoría en el prólogo del libro de cuentos de María Esther Vázquez, Los nombres de la muerte, que incluirá en “Prólogos, con un prólogo de prólogos”. Ricardo Piglia, heredero de ambos, Borges y Cortázar, así como del novelista y dramaturgo polaco Witold Gombrowicz, que vivió en nuestro país entre 1939 y 1969, quien es el personaje Vladimir Tardewski de Respiración artificial (1980), agrega sus “Tesis sobre el cuento”, elaboradas desde 1985 e incluidas en Crítica y ficción (1986), a las que anexa “Nuevas tesis sobre el cuento” en Formas breves (1999). Más acá en el tiempo, hallamos al novelista César Aira, que en su artículo “Cuento, novela” define al cuento como “lo que pasó”, mientras que la novela es “lo que pasa”. Andrés Newman, que reside en España, plantea en “El cuento del uno al diez” que “en el cuento está prohibido equivocarse”. Más recientemente Rodrigo Fresán en Historia Argentina (1991) le daba otra vuelta de cuerda al cuento con una batería de recursos novedosos y múltiples referencias; Abelardo Castillo en Ser escritor (1997) sugiere que “Los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No les creas. Sólo es más larga”; Pablo Maurette da a conocer en 2021 Por qué nos creemos los cuentos. Cómo se construye evidencia en la ficción, en el que resalta que “Participamos de ese otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance lúcido”; antes Guillermo Martínez había publicado La razón literaria (2016) y en 2024 da a conocer Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción, donde colige: “La escritura debe crear un lenguaje propio dentro del lenguaje, hecho de selecciones artísticas, de franjas de alturas, de la lucha contra el lugar común y también de palabras y giros -a veces con dolor- dejados de lado”.
Cuento pampeano.
La literatura vinculada al territorio, a su memoria prístina, engendra una poética del lugar y conforma un paisaje cultural. Los tópicos en los que ha abrevado la literatura pampeana. Quizás, como señalan María Raquel Di Liscia y Omar Lobos (La llanura pampeana. Cuentos regionales argentino), “la desmesura del paisaje, acrecentada por su monotonía, su falta de contrastes, y la escasa densidad poblacional, ha dejado al hombre solo con la tierra delineando esa relación con contornos míticos (¿la herencia del mapuche?, ¿el espíritu de la tierra?)” (2000: 195).
Dentro del campo cultural pampeano se destacan sus narradores y poetas. Si ampliamos el registro de lectura e incorporamos los mitos y leyendas de los pueblos originarios, más la producción de La Pampa fundacional, que se sostiene entre la cepa criolla e inmigrante, hay una serie de nombres que resaltan en esa matria raigal: Marcelo Hoppf, Enrique Stieben, Escol Prado, Adolfo Gaillardou, Marta Palchevich, además de Walter Cazenave, Margarita Monges, Juan José Sena, Olga Orozco, Diana Blanco, Olga Reinoso, Dora Battiston, Guillermo Herzel, Juan Carlos Pumilla, también Alberto Acosta, Roy Rodríguez, Miguel de la Cruz, y más recientemente, Horacio Beascochea, Luis Dal Bianco, Mario Gustavo Fiorucci, Rolando Tambussi, Héctor Massara, María Elena Noguerol Coli y Rubén Arias, entre otras y otros.
La Travesía.
No sólo es el título del nuevo libro de cuentos del escritor quemuense Rubén Arias, sino que forma parte de la historia regional, destacada con recurrencia en muchas obras de Edgar Morisoli. Una introducción con mapas y la fundamentación, que antecede a los diez cuentos divididos en cuatro capítulos, donde resalta que “La Travesía es una tierra de contrastes”, y “Una comarca donde a pesar del silencio que impera, se alzan voces. Tal vez sean voces de los Espíritus Ancestrales…”.
Esta obra, podríamos decir, se apalanca en una doble apreciación, la que tiene que ver con la literatura misma, como fenómeno intertextual, donde el texto se comporta como un mosaico de citas; y la otra, con la experiencia propia, sobre la exploración del terreno, tanto real como imaginario, del autor.
En el libro de Arias retornan personajes de la cultura pampeana, resignificados en una época contemporánea, Gregorio Yancamil, Juan Bautista Vairoleto, exhuma sus historias trágicas y las expone en una narrativa avezada y perfecta.
Decíamos de Morisoli y “La Travesía, el fin del mundo,/ fue tu hogar y te dio sustento,/ y allí tu estirpe echó follaje,/ tibia memoria, afán puestero,/ Carripilón, sol de estas tierras”; pero la lectura se amplia con la trama de relaciones que podemos trazar, con Juan Jose Sena y su cuento “Sexto mandamiento” con “La seca” de Arias, el viento, la tierra seca, la maldición y la muerte.
“Busqué alambre, le di una vuelta al tirante de pinotea desde arriba de la mesa.
‘-¡Para el viento! ¡Hacé algo que no aguanto más!’. La voz de mi mujer era un suplicio dentro de los aullidos del viento.
-¡Hacé algo!, ¡Hacé algo!-, llegaban los ecos. Hasta que todo fue silencio”.
Varios de los cuentos dialogan con la obra de Walter Cazenave, desde la aprehensión de la tierra y el agua, identitaria de una geografía, el valor del dato y la anécdota de la cultura popular, así como el relato policial y los personajes identificados con un oficio, como es el caso de los poceros. Arias suma a esa prosapia relatada tanto en Campo pampeano (1994), donde se alude al campo La Travesía, como en Once aguas (2015), a Segundo Alfonso, que, se suma a “la epopeya de los poceros de La Pampa”, Vicente Canero, Pedro el Bárbaro, Pedro Arosteguesor, Félix Berazategui, Ramón Melideo, Erasmo Rodríguez, Casimiro Lucero, el vasco Iraola, Juan Adenet, Zaldarriaga, Juan Pagano (“echó un vistazo al cielo temprano de la travesía”). El rescate de “la sabiduría empírica de los poceros”, con sus hitos de jagüeles, “pozos de balde”, “pozo zumbador”, o alumbrarse con el espejo.
“Sesenta y cuatro días. Tiró la plomada y midió tres metros de agua. Habían llegado, el agua era buena y abundante. El jagüel le permitiría criar los chivos y hasta alguna vaca. La vida se abría en forma de pozo oscuro y profundo.
Antes de irse tiraron la plomada por última vez. Ciento catorce metros” (Arias).
La potencia de esta literatura lo asocia a la mejor cuentística pampeana, además, de inferir en sus tramas parte del decálogo citado. La precisión del lenguaje, la riqueza de las metáforas, la contundencia de las tramas, hacen de este libro una obra que trasmuta la lectura, es decir, el lector abandona el acto pasivo del espectador y se involucra en las historias; no sólo quiere ser partícipe de la resolución de la intriga, incluso hacer justicia por propia mano. Una travesía de lo real y verosímil a lo ficcional, y viceversa.
El último de los Zorros
-“¡Cuánto se miente, señor, ¡cuánto se miente!” (1) -murmuró el hombre-. Los blancos decían que éramos salvajes, haraganes. Cualquier cosa decían para tener un motivo y echarnos de donde vivíamos.
El huinca se metía cada vez más tierra adentro, ya no podíamos parar su avance. Quedábamos pocos ranqueles, estábamos cansados de andar guerreando y queríamos vivir en paz. Les pedimos que nos enseñaran a sembrar y trabajar la tierra para poder vivir de nuestro trabajo, en nuestro lugar.
Todavía éramos libres.
Nos prometieron herramientas y semillas en un tratado de paz que aceptamos y los Lonkos me enviaron a parlamentar con el Estado, entonces fuimos con los míos a Villa Mercedes. Un poco antes de llegar, el Ejército nos emboscó en el Pozo del Cuadril, en ese día fusilaron a muchos hermanos. A los pocos que sobrevivieron los mandaron como mano de obra forzada a los obrajes del Norte, ningún ranquel volvió de allá, fueron a morir muy lejos.
Pude escapar y volví a Leuvu Có. Siempre escondido, pasando miseria. Cuando llegué vi que no había quedado nada, el Ejército había arrasado con los toldos.
La voz del hombre, se endureció al continuar.
-Yo no me entregué. A pesar de que estaba todo perdido y el blanco mandaba ahora, no me rendí.
Habíamos perdido y luchaba sin esperanzas, pero no quería ser sometido. Luchaba con la desesperación de ver a mi raza desaparecer. Con la fuerza que da pelear contra la injusticia. Contra los que imponen su razón por ser más fuertes. Por eso los enfrenté cada vez que pude.
En Cochicó, le hicimos contra a una partida más numerosa y con mejores armas. Aunque el parte oficial es una mentira. Construyeron un relato épico pero falso.
Aquel día, el Ejército abandonó el cerro cuando cayó la noche, no pudieron vencernos…
Tardaron mucho en ponerme los grilletes, al final terminé preso y me tuvieron de esclavo un tiempo, pero siempre pude escapar. Después de mucho andar volví a mis pagos. El Estado había perdonado mi rebeldía. A los que quedábamos, nos dieron esta tierra, reseca y árida. ¡Ni los huincas la querían! Tierra dura para poblar. Solo arenales y jarilla. No llueve nunca, no hay agua. El Estado nos enviaba carne, yerba, …mendrugos. Pasábamos hambre, señor. ¡Hasta la dignidad nos sacaban con esas limosnas!
Siempre me pregunto, ¿para qué querían tanta tierra? Si había para todos… ¿Por qué le tenían odio a mi raza? Hasta quisieron borrar todo rastro de mi Nación. Separaban las familias, a las mujeres y a los chicos los llevaron como sirvientes a las grandes ciudades. A los hombres, al Norte o quién sabe dónde. No pudimos usar más nuestra lengua, nos prohibieron los ritos, las costumbres. Nos obligaron a rezarle a otro Dios. A mis hermanos los envenenaban con ginebra, daba pena verlos borrachos, humillándose por un poco de alcohol.
-¿Qué va a ser de mis paisanos?- Si acá hay poca agua, para nosotros y algunos chivos nomás. El viento levanta arena. El sol agrieta la tierra y la seca. No se puede sembrar nada. ¿Qué va a ser de mi gente? -se lo escucho decir.
Gregorio Yancamil, Ranquel del linaje de los Zorros, como Painé Guor y Epumer, era un hombre altivo, su sola presencia imponía respeto.
El Lonko llegó a vivir hasta una edad avanzada, vivió triste por el destino de su pueblo, empobrecido y desheredado de la tierra.
El último de los Zorros, partió a la morada de los Ancestros sin que jamás nadie pudiera rendirlo.
En su lucha de causas perdidas ni la muerte pudo someterlo.
Su figura guía al pueblo Ranquel, que continúa persiguiendo una justicia tardía y esquiva. Nunca dejaron de reclamar por las tierras y siguen esperando por promesas que nunca se cumplieron.
Los ranqueles no se han rendido.
En silencio, van repechando una rastrillada de olvidos.
¡Mande, Patrón!
El patrón caminó rengueando por la galería. -¡Che! Buscalo al pibe y decile que venga. ¡Urgente! -mandó a los gritos a un peón que andaba cerca.
Al rato, llegó un muchacho a la casa principal. Pasó al escritorio retorciendo entre las manos una boina descolorida.
-Vos -señaló-, que sos pillo para lo ajeno, quiero comer un chivito esta noche-. Llevate la carabina y tráelo temprano. Viene a cenar gente importante del pueblo. No me hagas quedar mal -habló del mal modo, como era costumbre.
El peoncito dio media vuelta y buscó la salida.
-¡Ah, tomá que te va a hacer falta! -agregó y le arrojó una bala calibre 22 -¡Una bala, un chico!
¿Entendiste no? -dijo socarrón.
El muchacho atajó la bala, la miró y miró al hombre. Contrariado se guardó una queja.
-Como mande, patrón -dijo y salió del cuarto.
Conocedor de la estancia, sabía dónde podían estar los chivos. En esa época del año uno o dos lugares con agua y pasto.
Caminando con la carabina al hombro salió del cerco. Anduvo lejos toda la tarde, al caer el sol su silueta se fue recortando en el horizonte mientras volvía para las casas. Pasó por las piezas de los peones a lavarse antes de ir al caso de la estancia.
Desde fuera de la casa llamó al patrón. El hombre se acercó caminando con dificultad hasta el borde de la galería.
-¡Volviste inútil! Ya pensaba que tenía que mandar a carnear un lechón -dijo alunado.
-¡No patrón! Acá tiene, como me encargó -dijo arrimándose y dejándole el pedido a los pies. -El chico, la carabina. ¡Ah! Y la bala…, se la devuelvo por si la necesita.
Luego, calándose la boina hasta las cejas, se alejó con las manos en los bolsillos, apretando un puñado de balas que había llevado.
-¡Ahí tenés, viejo amarrete! Una bala, un chivo. Dos balas, dos chivos. Vos quédate con el carnero duro que yo me quedo con el chivito mamón -murmuró bajito mientras caminaba para las piezas de los peones.
Allá lo esperaban, con el chivito dorándose a la cruz.
* Colaborador
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