Tesoros sobre Lihué Calel
A partir de este número Caldenia publicará alternadamente cuentos de Juan Luis Gallardo relativos a la sierra de Lihué Calel. Nuestra publicación agradece a la familia Gallardo este desinteresado aporte a la cultura regional.
Héctor Walter Cazenave *
Estos relatos del señor Gallardo -fallecido hace algunas semanas- tienen un singular valor dado que están referidos como testimonios de alguien que conoció y vivió en el lugar buena parte de su infancia y juventud, ya que su familia fue propietaria del lugar hasta su expropiación para destinarla a parque y reserva natural. El presente relato integra el libro “Cuentos de luces, tesoros y aparecidos”, que se publicara en el año 2014.
A través de este singular aporte de Caldenia a la historia regional el lector podrá conocer tradiciones y leyendas del lugar, junto al protagonismo de personajes de décadas atrás. Los relatos son parte del libro.
Introducción arbitraria.
A mi padre le interesaba enormemente todo lo referido a la larga guerra sostenida para incorporar efectivamente al territorio nacional esas vastas extensiones que, genéricamente, se conocían como el desierto. De manera que, impulsado por tal interés, leyó aplicadamente buena parte de la literatura vinculada con el tema. Así, a través de menciones contenidas en partes suscriptos por comandantes de frontera o en las detalladas descripciones que realizara Estanislao Zeballos, descubrió la existencia de un lugar que comenzó a ejercer sobre él una fascinación peculiar: las sierras de Lihué Calel. Observó en efecto que se hablaba de ellas como de un lugar privilegiado, sito en medio del Huecubú Mapú (País del Diablo). Allí había agua abundante y pasto para que se repusieran las caballadas exhaustas, árboles de buen porte que brindaban reparo a los jinetes, montañas que permiten otear leguas y leguas de la áspera travesía circundante y ejemplares únicos de una flora singular. Detalles todos que justificaban el anhelo de nuestros viejos soldados por alcanzar las sierras y el empeño de los últimos lanceros indios por defenderlas. Un día del invierno de 1942 mi padre resolvió lanzarse tras su ilusión y llegar hasta las sierras. La preparación del viaje tuvo algo de quijotesco y mucho de tartarinesco. Para empezar, eligió sus compañeros de expedición, que fueron tres, a saber: Gaspar Cañuelo, español, natural de la provincia de Salamanca, cuya chacra lindaba con “Huinca Hué”, el campo donde vivíamos; Eduardo Macchi, con taller mecánico en la próxima localidad de Pirovano, provincia de Buenos Aires, cuyos conocimientos resultarían de aplicación ante eventuales averías del coche que los transportaría, un Ford 1940, sedan, azul, con volante a la derecha; y Francisco Larroque, mayordomo de Huinca Hué, criollo de bigote blanco, poseedor de un Smith & Wesson 38 largo, niquelado, caño de seis pulgadas, que se echó a la cintura para la ocasión. Las previsiones adoptadas por papá fueron minuciosas. Así, se proveyó de machete para el caso de tener que abrir picada. De una cuarta por si se hacía necesario remolcar el auto. De bidones destinados a reponer combustible e descampado. De cubiertas y parches para reparar cámaras pinchadas. De agua y latas de conservas. De abrigo suficiente. De una brújula y un Winchester 44, por las dudas. Así equipados, dispuestos a superar cualquier obstáculo y vencer cualquier peligro, partieron los expedicionarios muy de madrugada, rumbo al sur oeste con papá al volante. Pese a la meticulosidad con que mi padre planeó la expedición, hubo un detalle que no tomó en cuenta: consultar algún mapa caminero actualizado. De manera que, al llegar a la localidad pampeana de General Acha y recoger información para seguir adelante, tuvo una agradable sorpresa. Que consistió en averiguar que, allí cerca, a poco de superar Trarú Lauquén, encontraría el comienzo de la Ruta Nacional 152, que pasa al pie de las sierras. Después de hacer noche en el Hotel París de General Acha (el otro hotel se llamaba Londres), los viajeros enfilaron hacia Lihué Calel, distante unos 125 kilómetros rumbo al poniente. Y, conforme a las noticias recibidas, pronto estuvieron en la ruta que, por Puelches, lleva hasta La Japonesa para alcanzar luego el Valle del Río Negro. La ruta, de ripio, estaba perfectamente mantenida, presentando como único accidente el consabido serrucho que produce el viento en los trayectos patagónicos. Un guardaganado, de vez en cuando, separaba los extensos lotes en que están divididos esos campos, casi despoblados y que apenas sustentan unas pocas cabezas de hacienda por legua cuadrada. El camino, recto, cortaba la travesía que se dilataba hasta diluirse en el horizonte impreciso. A los costados, tierra liviana como ceniza, matas de jarilla y alpataco, alguna isleta de chañares en los bajos. Una mara, un zorro o una gallinita de monte cruzaron veloces. Y, de pronto, allá lejos, junto al borde derecho de la ruta, la silueta azulada de las sierras. Vistas de lejos, las sierras parecen modestas elevaciones desgastadas por el clima. Pero, al aproximarse, luego de superar un pronunciado desnivel que precede a la cuenca blanca de un salitral, cabe advertir que constituyen un sistema, con valles y cordones montañosos bien definidos. Cuando mi padre llegó allí, bastante decepcionado por lo que veía, en las sierras había sólo dos poblaciones. El puesto caminero de Vialidad Nacional, a cargo de Andrónico Molina y su mujer Nieves, que daría cobijo a los visitantes, y la llamada Casa de Piedra, ocupada por la familia Antúnez, erigida en un vallecito que, cual cuña dorada de paja brava, trepa por la falda occidental del cerro más destacado del conjunto. Poco duró la decepción de papá. Pues, a poco que uno se interne en las sierras, desaparece la impresión de tratarse tan sólo de unos montículos graníticos, ya que el panorama que se desplegará ante nuestros ojos resultará decididamente más atractivo de lo que podría haber supuesto el viajero apresurado. Lo cierto es que, luego de explorarlo, mi padre quedó prendado del lugar, que respondió finalmente a las expectativas suscitadas por sus lecturas. Curioso y anhelante lo recorrió en varios sentidos, dejando constancia de las impresiones recogidas en un artículo que aparecería más tarde en el suplemento literario de La Nación. Situó los accidentes descriptos y bautizados por Zeballos (cerros De la Sociedad Científica y Del Instituto Geográfico, Baño de Namuncurá) y descubrió otros que, con el tiempo, serían bautizados o rebautizados por él (Cerro de la Cruz, De la Salve, Arroyo de las Flechas, Gruta Pintada, La Salamanca), los cuales se sumaron a varios que ya contaban con nombres impuestos por el uso local que, en algunos casos, vinieron a reemplazar los elegidos por Zeballos (Cerro Alto, Sierra Fea, La Estafeta, Cerro del Bagual, Cerro Cortado, La Fortaleza, Valle de los Angelitos). Algunos de tales nombres merecen un comentario aclaratorio. Al Cerro de la Cruz se lo llamó así porque en su cima hizo plantar papá una cruz de buen porte que luego se emplazó en otra parte. Al Arroyo de las Flechas le empezamos a decir de ese modo por la cantidad de ellas que encontrábamos en sus márgenes. La Gruta Pintada mostraba en sus anfractuosidades dibujos hechos por los indios, en rojo y negro. En cuanto a La Salamanca, es otra gruta, cuya boca se abre (o se abría) en una lomita que recuerda aquella que alberga las cuevas de Altamira y cuyo fondo nunca fue alcanzado por nadie. La Sierra Fea no es fea sino difícil de escalar. La Estafeta era un rancho, con paredes de chorizo, metido en medio de un bosquecito de chañares y donde, en algún momento anterior a la llegada de papá, un jinete dejaba correspondencia para los escasísimos pobladores que allí había, entre los que se contaba Sofía Orozco, mujer esbelta según recordaban, que vivió sola en las sierras y poseía una tropilla de bayos. La denominación de Cerro del Bagual aludía a la presencia de un caballo salvaje que solía verse en sus proximidades. El Cerro Cortado está separado del sistema, hacia el poniente. En cuanto a La Fortaleza, contaré algo a su respecto más adelante. Y en el Valle de los Angelitos había unos pequeños cajones de tablas mal ensambladas, calzados en las horquetas de unos frondosos Sombras de Toro, que contenían huesos de niños a los que se sepultaba de tal modo. También había huesos de chico bajo una gran peña, próxima a La Casa de Piedra.
Tanto se entusiasmó papá con Lihué Calel que resolvió comprarlo. Cosa que pronto estaría en condiciones de hacer pues recibiría cierta suma, proveniente de la venta de una casa incluida en la sucesión de su padre. Pero, antes de decidir la operación, quiso saber qué opinaba mamá y la llevó a conocer las sierras. Mis hermanas mellizas y yo participamos de aquel viaje. A mamá le encantó el lugar y se realizó la compra, a razón de seis pesos la hectárea. El campo se llamó Santa María de Lihué Calel y su dirección postal resultaba muy sugestiva: Mensajería Nacional por General Acha - Pampa Central. Efectuada la adquisición, había que edificar. Tarea nada fácil por varios motivos. Primero, porque no era sencillo alzar una construcción que no discordara con su contorno. Segundo porque, estando la población más próxima a 125 kilómetros (la cercana localidad de Puelches se reducía a un boliche y un surtidor de nafta) no se contaba con mano de obra para ello. El primer problema lo resolvió mi padre proyectando una casa que recordaba el fuerte de Zinderneuf, donde Beau Geste tuvo su entierro vikingo. Cuadrada, con almenas y dos torres retaconas, gran patio interior, capilla, galería, cimientos de piedra y paredes de adobe que tenían casi un metro de espesor. Sobre el arco que daba acceso al patio luciría una leyenda española que reza: No traspase este portal/ quien no jure por suvida/ ser María concebida/ sin pecado original. La solución del segundo problema fue don Francisco Centurión. Que era un criollo arquetípico, flaco, con pelo y bigotes retintos, diestro en cualquier quehacer campero, habilísimo para trabajar con tiento, jinete consumado, buen tirador, hombre de autoridad. Narrador excelente, tuve el privilegio de oírle contar la historia del Mago Merlín y los Pares de Francia. Trabajó con mi abuelo materno, el doctor Aquiles Pirovano, en su estancia Epu Lauquén. Y después lo hizo con papá, que volvió a requerir sus servicios para acometer la empresa pues, enfermo, estaba medio retirado a la sazón. Y don Francisco sacó las cosas adelante. Puesto al frente de unos cuantos muchachos contratados en Pirovano, hizo cortar adobe, concertar piedras, desbasta vigas de madera dura, alzar paredes.
Hasta rematar su cometido concluyendo aquella casa, cuyas ruinas son hoy objeto de excursiones turísticas sazonadas con explicaciones más o menos fantasiosas. Cumplida la tarea, don Francisco dejó las sierras para morir poco después, en el hospital de Bolívar. A la época en que se construyó la casa corresponde esta espléndida crónica, estampada por papá en el álbum que confeccionó con fotografías y recortes referidos a Lihué Calel, actualmente en mi poder: El lunes 17 de enero de 1944, salgo en camión de Huinca Hué, con Pedro Rodolfo Centurión, Francisco, que vuelve a hacerse cargo de su puesto de encargado, y los siguientes muchachos contratados por dos meses: Santos Herrero, Raúl Picazo, Raúl Villalba, Alberto Lemus, Rogelio Rodríguez, Alfredo Zarco y Benigno Pérez. ¡Once personas en camión!
Pernoctamos en Gral. Acha. Al llegar a las Sierras queda agua en el pozo apenas para dos días. Presentase gran tormenta a la noche. No deja ni una gota. Angustiado, a la mañana siguiente, con fuerte calor, vamos con Francisco al jagüel que dista 2.000 metros de la casa. Al tirar el balde, sale una rata podrida. El agua contaminada. Al regresar al campamento, comprobamos que el agua, ya abombada, despide feo olor. Ordeno que no se tome cruda, sino como mate. En la tarde uno de los peones, que no siguió mi consejo, sufre una fuerte intoxicación alarmante. Cae la noche y el cuadro es triste. A la una de la madrugada despiértanos tormenta.
¡Llueve! Rezo el Rosario con toda mi alma. Al cuarto de hora deja de llover. Sólo diez milímetros. Todos reanudan el sueño. Quedo velando. Un creciente ruido en las sierras lo atribuyo al pampero que limpia. Su intensidad me alarma. Despierto a Francisco. En ese momento centenares de sapos estallan en su canto, valle abajo. Ellos anuncian que el arroyo Namuncurá viene crecido, me dice Francisco. Despierto a todos y corremos al zanjón que caminé, calcinado, durante el día. Llegamos con la cabeza de la creciente. Piedras, ramas y troncos llevados por furiosos remolinos. ¡Bendito sea Dios, mil y mil veces! Nos abrazamos. Bebemos hasta hartarnos. A la luz de los relámpagos, se ve el cauce repleto de borde a borde, con un lomo de agua al medio. ¡Así corre cuatro horas! A la mañana siguiente hay tres metros de agua en el pozo y se sigue llenando con los hilos cristalinos que manan del lado de la Sierra. Al emprender el regreso, horas después, compruebo que a legua y media de las Sierras no había caído una gota de lluvia.
* Colaborador
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