Un mundo miserable
Stoner no es una novela cualquiera para quien transite la vida universitaria. Tampoco para quien ame la literatura y la psicología, o para quien, desde un cierto lugar mundano, crea que hay hombres universales que sienten de manera igual, donde sea que se sitúen.
Andrea M. D’Atri *
Daniel, un buen amigo del departamento de Comunicación, tuvo a bien regalarme un libro llamado “Stoner” en pos de agradecer una diligencia. El autor de esta novela es el estadounidense John Williams y narra la vida de un profesor universitario llamado William Stoner, quien, nacido en el seno de una familia pobre de agricultores de Misuri, Estados Unidos, a fines del siglo XIX, es enviado a la universidad estatal para estudiar agronomía y luego regresar a la granja de sus padres. Sin embargo, en poco tiempo descubre que su gusto se orienta a la literatura inglesa, y a ella dedicará no sólo sus esfuerzos de aprendizaje, sino su posterior trabajo como docente.
No es, esta breve columna, una reseña de un libro magnífico editado en 1965 por su autor y reeditado recientemente en Argentina (2021) por Fiordo Editorial. El motivo es la necesidad de hacer algunos comentarios sobre el personaje y la sucesión de eventos que atraviesa su vida de profesor y, particularmente, contar el modo como es narrada la muerte, en momentos donde el final de la vida se nos ha impuesto en el presente como tema cotidiano a raíz de la pandemia por el coronavirus.
Ironía.
La novela de Williams relata momentos vividos. Lo hace siempre con ironía; incluso desde la dedicatoria: “Este libro está dedicado a mis amigos y ex colegas del Departamento de Inglés de la Universidad de Misuri. Ellos se darán cuenta de inmediato de que es una obra de ficción: que ningún personaje aquí retratado se basa en ninguna persona viva o muerta, y ningún acontecimiento refleja la realidad que conocimos en la Universidad. También notarán que me he tomado ciertas licencias en algunas referencias físicas e históricas a la Universidad de Misuri, así que, de hecho, también ese es un lugar ficticio”. (Williams, 2021: p. 7).
En tercera persona, la vida de William Stoner es narrada por el escritor según su cronología vital: la partida de la casa en la granja tras una infancia solitaria y de trabajo junto a su padre; el ingreso a la universidad a la par del trabajo impuesto en casa de los tíos que lo hospedan, utilizándolo como mano de obra barata; el cambio de una carrera por otra; el modo en que conoce a su futura esposa Edith; el ingreso al departamento de Inglés en la universidad como docente ayudante y luego profesor; la muerte de uno de sus dos únicos amigos al enrolarse al ejército y marchar a la Primera Guerra Mundial; el nacimiento de su hija Grace; el amor por su alumna Khaterine, y muchos otros.
La sucesión de hechos se parece a acontecimientos de alguna otra persona que no es el propio Stoner, quien acepta el suceder de la vida como quien la observa desde una vitrina.
Quien haya transitado por pasillos universitarios, logrará identificar parte de las injusticias que fluyen por ese sitio tan igual a otros de diverso propósito, convertidas en vivencias de estudiantes, profesores y autoridades, que al final resultan insignificantes. En lenta cadencia, el autor de Stoner describe el funcionamiento normalizado de la institución: “La jefatura interina del Departamento de Inglés, que Gordon Finch había asumido después de la muerte de Archer Sloane, se renovó año tras año, y todos los miembros del Departamento se habituaron a la anarquía informal con que de alguna forma se programaban y dictaban las clases, de alguna forma se asignaban las tareas docentes, de alguna forma se hacían las nuevas designaciones y se lidiaba con los detalles triviales, y de alguna forma un año sucedía al otro. Se daba por entendido que se designaría un jefe permanente en cuanto fuera posible nombrar a Finch decano de Artes y Ciencias, un puesto que ocupaba de hecho, si bien no en los papeles. Josiah Claremont amenazaba con no morirse nunca, aunque rara vez se lo veía ya en los pasillos” (Williams, 2021: p. 142).
Exorcismo.
Dado que John Williams trabajó como profesor y se doctoró en la Universidad de Misuri, y más tarde pasó a la Universidad de Denver, es casi seguro que le interesó, de alguna manera, exorcizar su tránsito por lugares donde es frecuente hallar la miseria humana en su máxima expresión. Donde, si alguien destaca por alguna virtud intelectual, sea del campo racional o imaginativo, vendrá quien quiera borrar la luz que destella ese brillo; o quiera impedir que “la hierba crezca a su alrededor”, como me dijo una vez Aníbal Ford en referencia a un profesor de la Universidad de Buenos Aires que trataba a sus estudiantes como seres inferiores desprovistos de toda humanidad y miraba desde su alto porte al horizonte detrás de todo colega que se parara a dialogar con él, como si mirarle a los ojos fuera signo de una subyugación que lo dejara en inferioridad de condiciones.
Quien lea Stoner, sea o no parte de ese mundo universitario, apreciará que en la cotidianidad del ser humano –el trabajo, la vida hogareña, ciertas relaciones de pareja, amistad o de hijos– el automatismo o funcionamiento anquilosado impera por sobre la creatividad, la imaginación y la solidaridad. El accionar de las personas simplemente sucede y donde surge el conflicto, éste suele dejarse sin resolver por el peligro que entrañaría llegar a lo profundo del asunto. El personaje es consciente de ese fenómeno psíquico y social y no se opone a nada que vaya a perturbar su devenir.
“¿Qué esperabas?”
No tiene sentido transcribir fragmentos de una novela que hay que leer. Sí, en cambio, para terminar, diré que el modo como se narra la muerte de Stoner es profundamente reflexiva y produce goce. En las últimas páginas del capítulo 17, el narrador pone en la voz de su protagonista –o de él mismo– esta pregunta: “¿Qué esperabas?”.
Entre flashes fugaces que varían del delirio a una lucidez ensoñada debido a la medicación injerida para calmar el dolor de un cáncer en fase terminal, desde su cama, Stoner se pregunta qué esperaba de su vida y se otorga palabras comprensivas: “Había anhelado el amor, y había tenido amor, y había renunciado él, lo había dejado caer en el caos de la potencialidad”; “Y había querido ser profesor, y se había convertido en eso. Pero sabía, siembre había sabido, que la mayor parte de su vida había sido un profesor indiferente. Había soñado con cierta integridad, una especie de pureza plena; se había resignado a las concesiones, a los embates y los desvíos de la trivialidad. Había atisbado la sabiduría, y al cabo de largos años había hallado la ignorancia (…)”; “Había sabido que su mente se debilitaría al deteriorarse el cuerpo, pero no estaba preparado para que fueran tan repentino. La carne es fuerte, pensó; más fuerte de lo que creemos. Siempre quiere continuar” (p. 299).
En la anteúltima página, –el lector de este artículo deberá recurrir por propia voluntad a saber qué dicen los párrafos definitivos–, deslizará un texto dulce que señala cómo somos y nos representamos los seres humanos cual creyentes de un destino superior que, sin embargo, sólo nos conducirá al mismo sitio que a Stoner: “Una especie de alegría lo embargó, como traída por una brisa estival. Recordó vagamente que había estado pensando en el fracaso… como si importara. Ahora le parecía que esos pensamientos eran mezquinos, indignos de lo que había sido su vida. Presencias borrosas se agrupaban en el linde de su conciencia; no podía verlas, pero sabía que estaban allí, que él no podía ver ni oír. Supo que iba hacia ellas, pero no había prisa. Podía ignorarlas si lo deseaba; tenía todo el tiempo del mundo” (p. 301).
* Periodista
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