Medio siglo arreglando calzados
La crisis hace que viejos oficios vuelvan a tener vigencia, como el caso de las modistas (señoras que con habilidad singular hacen toda clase de arreglos en las prendas de vestir), que han vuelto a poner sus cartelitos en las puertas de sus viviendas en algunos barrios; y también persisten –porque nunca dejaron de estar-, los llamados zapateros remendones.
Es que un par de zapatos nuevos, zapatillas, mochilas y otros elementos tienen costos que para algunas familias se tornan casi inalcanzables. Por eso no son pocos los que vuelven a esos trabajadores que, finalmente, son verdaderos artesanos: los zapateros.
Algunos muestran un gran virtuosismo en el uso de la lezna, del martillo, de las tijeras para cortar cuero, y del hilo encerado y el pegamento; además de otros elementos que se utilizan para arreglar lo que dejan los clientes. Son casi artistas, que trabajan en un taller donde casi nunca falta el mate.
En Santa Rosa hay varios muy conocidos –y hubo otros antes- como “Pablito” que tiene dos locales -uno de los cuales quedó en manos de uno de sus hijos-; Osvaldo –el ex boxeador que tiene su local en Raúl B. Díaz casi San Juan-; Osmar Hernández, “El Alemán”, y alguno más.
Pero hubo muchos más, como Francisco Pérez –aquel hombre de pequeña estatura muy querido por todos-; el asturiano Aquilino Rodríguez que tenía su local al lado de lo que hoy es el Centro Municipal de Cultura, y en sus últimos años en su propio domicilio de la calle Almirante Brown; “Paco” Rodríguez en la calle Jujuy; y Peñita en Pico y Escalante. Y tantos.
Pareja.
En un tiempo pareció que el oficio empezaba a ceder –cuando se importaba mucho-, pero ahora los zapateros vuelven a tener mucha tarea. “A nosotros nunca nos faltó… ni en tiempos de pandemia”, revelan casi a coro Julio Gette y su esposa Susana Graciela Siderac, que comparten sus vidas desde hace más de cinco décadas y también el trabajo en el taller que tienen en su propio domicilio de Lorruso 560.
Cuando uno entra al lugar advierte que tienen una enorme cantidad de trabajo, no sólo que le llevan vecinos de distintos puntos de la ciudad, sino también de algunos pueblos cercanos. Julio es dicharachero, ocurrente y parece estar siempre de buen humor. Pero su esposa, con quien se mueven codo a codo, no le va en zaga. Bromean, se ríen cómplices y, sobre todo trabajan. Y por supuesto está bueno lo que hacen… porque al cabo “nada como ir juntos a la par”.
Julio sentado en un rincón del taller, en esa silla bajita frente a la mesa no mucho más alta, con un zapato al que le encolaba la suela con esmero y precisión. Ella con una suerte de punzón –metros más allá, en un mostrador- para agujerear el cuero de un borcego; mientras cada tanto atendía a algún o alguna cliente que llegaba.
Revalorizado.
“Tenemos por suerte muchísimo para hacer, estamos tapados y por eso está ese cartelito… pero nadie le da bolilla”, dice Susana con una sonrisa apuntando a un letrero que reza: “No se reciben más trabajos”. Porque lo cierto es que a cada rato cae alguien llevando algo para un arreglo.
En estos tiempos el oficio se ha revalorizado, porque acceder a un par de calzado nuevo –cualquiera sea-, aunque se ofrezca en varias cuotas, es complicado para las finanzas de cualquier familia.
“Villa Moscú”.
La de Julio y Susana es una de las tantas historias mínimas de por aquí nomás, que no todos conocen.
Él es nacido en Potrillo Oscuro, tiene 77 años y Susana algunos menos. “Vivíamos tapial de por medio en ‘Villa Moscú’ (así identificaban a la Villa Alonso hace muchos años), territorio de los Rambur, los Geringer, los Phul,,, todo el ruserío. Y ahí ella me empezó a seguir…”, afirma con picardía Julio. “Eso es mentira –contesta Susana-, pero la verdad es que como él venía del campo yo pensé que tenía plata. Y nada que ver”. Y vuelven a reírse. Se nota que la pasan bien, y que es un matrimonio donde reina la armonía. “Es que nos conocemos tanto… Julio tenía 21 años cuando nos casamos y yo 16”, cuenta Susana.
Familia numerosa.
Tienen cinco hijos: Liliana Graciela, enfermera en Villa Germinal; Julio César, que fue penitenciario y ya está retirado (“es un artesano de los zapatos, pero no le gusta mucho esto”, comentan); Luis Miguel, policía también retirado; Laura Daniela, empleada del Casino; y el más chico es Marcos Andrés, penitenciario. “Ellos nos han dado nueve nietos, tienen que ver para las fiestas cómo se pone esta casa. Viene un familión, y a mí me toca hacer el cordero y preparar todo”, dice el zapatero con verdadera satisfacción.
Él trabajó en la Policía provincial, donde aprendió el oficio que ha sido el sustento de la familia. “Había un zapatero bárbaro, Paco Rodríguez, y él me enseñó todo de este laburo”, admite.
Se hicieron la vivienda que hoy tienen por un crédito del Banco Hipotecario –otros tiempos-, y allí mismo, en el fondo pusieron la zapatería.
Igual no todo fue tan bien, porque hubo tiempos de sacrificios. “Al principio trabajaba usando como herramientas un vidrio para cortar cuero, un martillo y poquito más. Después, con un señor Zorrilla, que tenía un taller en la esquina de Libertad y Almirante Brown, hicimos ‘La Paulina’… es esa artefacto que sirve para todas las terminaciones de los zapatos”, dice apuntando a una máquina con rodillos que está en otro rincón.
50 años de oficio.
“¿Cuánto tiempo más vamos a hacer esto? “La verdad es que todos los fines de años decimos que es el último. Ahora faltan nada más que dos meses, y quien te dice…”, coinciden.
Lo cierto es que llevan más de 50 años de zapateros. “Nos metemos aquí a las 7 y media u 8 de la mañana; a veces a las 9… según las ganas; y estamos hasta las 12 y media. Volvemos a las 4 de la tarde y estamos hasta las 8 ó 9 de la noche”, puntualizan.
Julio y Susana tienen 54 años de casados, y llevan medio siglo de zapateros. Para las próximas fiestas volverán a “amenazar” conque dejarán el oficio, pero nadie les cree demasiado.
Porque tendrán a esta altura, seguramente, ese hábito de caminar apenas unos metros para sumergirse en el que ha sido su mundo de todos los días, desde hace tanto tiempo. Deben sentir una suerte de adicción a ese olor característico del cuero, del pegamento que se usa para pegar la suela, y también de disfrutar ese ida y vuelta con la gente.
Sí, pocos creen en el retiro de Julio y Susana. Y casi podría afirmarse que seguirán… y en este caso resultaría muy atinado decir zapatero a tus zapatos… Si al cabo es lo que hicieron toda la vida.
Zapatos rotos.
Dicen los que dicen saber que el calzado más antiguo que se conoce es el que se encontró no hace mucho en Armenia. Data de 5500 años A.C.; aunque antes se habían conocido un par de sandalias fabricadas con paja trenzada, provenientes de Egipto.
El hombre en la antigüedad usaba chancletas, con las que protegía sus pies. Las amarraba con una suerte de cordel de piel alrededor para sostenerlos.
Aquel zapato armenio fue encontrado en la frontera con Irán y Turquía, y estaba hecho en una sola pieza de cuero de vaca y tenía cordones. Mucho después vino la industria del calzado, y al tiempo apareció el oficio del zapatero remendón, el que se encarga de arreglar lo roto. Este que conocemos ahora.
(M.V.)
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