Lunes 23 de junio 2025

Un médico que dejó una profunda huella

Redacción 03/12/2024 - 00.05.hs

Hay personas que a lo largo de su vida han sido muy valiosas para los demás. Gente que sin alzar demasiado la voz, con discreción, fue trazando un camino de ejemplaridad sin proponérselo. Sólo con un modo de comportarse y actuar que lleva a admirarlos.

 

Es que, afortunadamente, hay gente que es así... tan necesaria. Un día cualquiera, cuando a esas personas les toque partir, es probable que lo hagan casi en silencio, sin pretender pompas ni honores especiales que bien podrían merecer por su honestidad, rectitud y acciones que lo puedan haber mostrado como una persona cercana a los demás, y a las cosas que le pasan todo el tiempo a la gente.

 

Y es el caso de Eduardo Corró Molas, quien ha sido de esas personas que –sin proponérselo- dejan huella en la sociedad. Porque llevó adelante su profesión con dignidad, talento y probada honradez.

 

Hace apenas unas semanas, a los 90 años, conocimos de su partida que naturalmente causó honda consternación en su muy numerosa familia; pero también golpeó fuerte en una comunidad que conoció de su proceder, y su vocación inclaudicable por ayudar y decir siempre presente allí donde se lo necesitara.

 

Eduardo ejerció la medicina desde 1959 cuando se recibió en la Universidad Nacional de Buenos Aires hasta que llegó el momento de jubilarse, con 65 años.

 

Mientras muchos no saben qué hacer con sus horas cuando llega la etapa del retiro, Eduardo y Amalia (su esposa) tuvieron muy en claro que debían aprovechar el jubileo, esa época del ocio que llegaba, y del placer de contar con todos los momentos de sus vidas para hacer lo que quisieran. Porque en realidad trabajaron mucho –él en la profesión y ella cuidando a la decena de hijos que el matrimonio tuvo- y había que disfrutar de la familia. Eduardo no quiso ejercer más, y tampoco dar clases como lo había hecho durante tantos años.

 

¿Y entonces? Tuvo la inteligencia y la posibilidad de aprovechar de estar muchos más días con su gran familia, de transcurrir varios días entre la hermosa quinta que se hizo en Anguil, y de pasar algunas semanas en Santa Rosa. Un poco allá, un poco aquí.

 

Sus estudios.

 

Eduardo había nacido en Santa Rosa en el año 1934, en una casa ubicada en la calle Avellaneda. La vivienda era propiedad de su abuelo, Lucio Molas, cuyo nombre lleva el hospital santarroseño.

 

Vivió buena parte de su infancia y juventud en Buenos Aires, donde hizo la escuela primaria, y también el secundario, para luego iniciar la carrera de Medicina. Mientras estudiaba trabajó, y supo tener un fuerte compromiso social en la militancia estudiantil, hasta que regresó a La Pampa en 1961 y comenzó a trabajar en el Hospital de Zona de Santa Rosa. Precisamente el establecimiento que lleva el nombre de su abuelo, Lucio Molas.

 

Una vez recibido de médico pediatra, Eduardo Corró Molas volvió a Santa Rosa donde iba a formar matrimonio con su querida Amalia (Yaya para quienes la conocen). Juntos criaron y educaron a diez hijos; que a su vez les dieron 19 nietos, con lo que la familia se amplió enormemente.

 

La familia Corró Molas vivió siempre en esa casona ubicada en Avenida Uruguay y Autonomista, y contiguo a la casa el médico instaló su consultorio. Allí tenía una vitrina con juguetes que todos sus hijos deseaban pero no los dejaba tocar porque eran para los pequeños que le tocaba atender.

 

Frutas o algún cordero.

 

Fue un pediatra familiar, presente en numerosos nacimientos y muy recordado por sus pacientes hoy adultos. Y tan querido era por ellos que llegaban, ya con 18 ó 20 años, quizás con una pizca de vergüenza para hacerle alguna consulta puntual. Aunque ya no eran niños le tenían esa confianza para situaciones que los adolescentes no conocían, y los atendía a todos.

 

Lo que era común en esas épocas era que gente cuyos hijos había atendido llegaban al consultorio para dejarle, a modo de pago, frutas, verduras o a veces algún cordero.

 

¿Por qué ser médico?

 

Se sabe, el Juramento Hipocrático es una promesa que los estudiantes de medicina realizan al recibirse, que establece principios éticos y morales que los profesionales debieran seguir. Y si bien desde el fondo de la historia nos viene de Egipto el nombre de Imhotep (en torno al 3.000 y 2.850 a.C.) a quien se señala como el primer médico del mundo; es a Hipócrates a quien se considera el padre de la Medicina moderna, y quien trazaba de alguna manera la dimensión humana que un “doctor” debiera tener.

 

Una pregunta que cabe a esta altura es ¿por qué alguien puede querer ejercer la medicina? Podría decirse que tal vez una persona encuentra allí la posibilidad de preservar la salud del paciente y mitigar su dolor, y para eso hay que tener una fuerte vocación por el arte de curar. Y ciertamente se necesita un alto grado de altruismo y empatía para entender el sufrimiento de los demás.

 

En nuestra sociedad, afortunadamente, hay muchos que supieron honrar el Juramento Hipocrático. Y no caben dudas que Eduardo Corró Molas es uno de ellos, porque procuró hacer de la medicina un servicio y de la salud un derecho. Atendió una gran cantidad de nacimientos y quienes fueron sus pacientes lo recuerdan por su sapiencia profesional. Fue un médico poco proclive a medicar, y le gustaba alentar la vida saludable y la calidad nutricional.

 

La familia.

 

Eduardo Corró Molas se casó en 1965 con Amalia Gladys Berghini (Yaya), ex alumna de la Escuela Normal Mixta donde él había sido profesor. Dicen los que conocen esa historia que allí, en el viaje de fin de curso que hicieron en tren a Bariloche, se conocieron y se enamoraron. Él era el profesor y ella su alumna. Sus compañeros de colegio recuerdan anécdotas, y que Eduardo para casarse con Yaya tuvo que pedir el consentimiento de sus padres porque ella era 10 años menor.

 

Después supieron construir un matrimonio que los mostró siempre confidentes, y muy unidos por un amor genuino que llevó a que la pareja celebrara sus bodas de oro. Tuvieron nada menos que 10 hijos y 19 nietos, con lo que cabe imaginar que las fiestas navideñas eran una verdadera romería con la vocinglería de los más chicos y la alegría y los bailes de los mayores.

 

A todos los hijos Eduardo y Yaya pudieron darle la oportunidad de hacer una carrera universitaria, aunque extrañamente ninguno siguió el camino del padre con la medicina. Ellos son Damián, Santiago, Bárbaro, Marcos, Lucas, Andrés, Tobías, Benjamín. Micaela y María de los Ángeles. Entre todos hay dos psicólogos, dos ingenieros electrónicos, una arquitecta, un profesor de Educación Física, un ingeniero agrónomo, un profesor y licenciado en Filosofía, un veterinario y una bióloga, viviendo en distintos lugares… algunos en Santa Rosa, otro en General Pico, y otros afuera, en España y Estados Unidos.

 

Ejemplo.

 

Eduardo Corró Molas les transmitió a sus hijos eso de mantener la cultura del esfuerzo y que era necesario compartir, aunque fuera poco lo que tuvieran. “Nos educó con su ejemplo con la premisa de que siempre había que pensar primero en el otro”, recordó por estas horas una de sus hijas.

 

Cuando ejerció eran épocas de mucho trabajo durante el día y también por las noches, dando clases y atendiendo partos, pero así y todo se hacía tiempo para dedicarlo a su familia, su indudable prioridad.

 

No obstante vivían modestamente, aunque nunca les faltó nada. En la medida de lo posible la consigna era que cada uno de sus hijos pudiera hacer algo que le gustara: estudiar un idioma, guitarra, o practicar un deporte. El premio de cada fin de año, cuando uno de ellos aprobaba una materia era ir “todos juntos” a tomar un helado. Con la felicidad de las cosas simples de la vida.

 

Los hijos felices.

 

Eduardo disfrutaba que sus hijos cumplieran con sus estudios, y estaba siempre presto a ayudarlos para explicarles un ejercicio de matemática, un problema o un tema de biología. Valoraba que los chicos cumplieran con estudiar, pero que ayudaran en las tareas cotidianas… y también que tuvieran sus tiempos para los juegos; con ladrillitos, figuritas, autitos, y hasta les enseñaba a jugar al balero, la taba, la bolita o a hacer girar un trompo.

 

Alguna vez junto a Amalia pensaron que era una buena idea comprar un terreno en Anguil para construir una quinta que luego sería el oasis familiar. Allí cultivaban plantas y hacían jardinería… era el lugar donde transcurrían con sus hijos y nietos gran parte de sus vacaciones de verano, cargadas de anécdotas, caminatas, barriletes, ondas, partidos de trucos y elaboración entre todos de los exquisitos dulces de higo.

 

En ese lugar soñado los chicos y no tan chicos aprendieron a conocer, cultivar y nombrar nuestras plantas. Durante la dura etapa de la pandemia Eduardo y Yaya se aislaron en la quinta, que para ellos supo ser entonces una suerte de paraíso en medio de la catástrofe.

 

A Eduardo siempre le gustó la aventura, e hicieron muchos viajes en familia. En una camioneta carrozada, que compró para eso, llegó a viajar la familia completa… Y entonces los más chicos aprendieron de la vida de campamento en lugares soñados como las Cataratas, Chile, Brasil, el mar argentino, los lagos del sur y las montañas. Para él lo más importante era la familia, que todos estuvieran bien y que compartieran tiempo juntos.

 

Se recuerda que su último viaje, cuando ya tenía 89, fue a Catamarca, donde se reencontró con parientes y pudo recorrer el pueblo conocido como Piedra Blanca, donde se conservan los restos de la casa donde vivió su abuelo Lucio Molas.

 

Viajero incansable.

 

Después que se jubiló elegía pasar más tiempo en su quinta de Anguil, y con su esposa les gustaba tomar la camioneta y hacer largos recorridos por distintos puntos del país. Así hicieron la ruta 40 completa, y muchas veces arrancaban sin fecha de regreso, yendo tranquilos hacia algún pueblo, y recorrieron toda Salta, también Jujuy, luego estuvieron en Misiones… Era feliz Eduardo con esa forma que había elegido en el ocaso de su vida, disfrutando de la familia, de los viajes… y de ese amor que se juraron eternamente con Amalia…

 

Su partida dejó un vacío, es verdad. Pero también dejó una huella… porque cabe preguntarse cuánto vale para una sociedad una persona que deja un legado de compromiso, de honestidad, de trabajo, de familia…

 

Hoy es el Día del Médico -en honor a Juan Finley Borrés, cubano que a principios del siglo pasado confirmó la teoría sobre la propagación de la fiebre amarilla-, y aparece como un momento oportuno para recordar y valorar a un profesional que, como Eduardo Corró Molas, tiene toda una historia entre nosotros.

 

Médico y docente.

 

Su profesión alternaba entre la docencia y el ejercicio de la Medicina. Fue docente del Colegio Normal Nº 1 y de la UNLPam. Como médico ejerció en el Hospital Zonal "Lucio Molas", en la entonces Asistencia Pública, en el Sanatorio Santa Rosa y en la ENET Nº 1.

 

Fue docente en varias instituciones, como la Escuela de Enfermería en la Escuela Normal Mixta de Santa Rosa. Fue profesor de anatomía y fisiología humana por más de 25 años. En la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Fue profesor de las materias de anatomía y fisiología humana para el profesorado de Ciencias Biológicas. Como pediatra trabajó en el Hospital Molas, en la Asistencia Pública, en el Sanatorio Santa Rosa. Fue médico de la residencia de la Escuela Técnica Nº 1. Trabajó en el Colegio Médico donde desempeñó distintos cargos de la comisión de directiva, llegando a ser presidente en 1965. Fue director de Salud pública en el año 1971. Fue socio del Sanatorio Santa Rosa y junto a destacados pediatras de la época como Porfirio Echeveres, Rodríguez Arauco, Delia Herrero y Pérez Bernadú. Fundaron la filial Pampeana de la Sociedad Argentina de Pediatría. Otros médicos de esa época, con quienes mantuvo una relación profesional y respeto mutuo fueron los doctores Andrada, Pantaya, Torroba y Lordi.

 

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