Todo sigue igual
La nueva tragedia que enluta el ambiente futbolístico argentino, con todo su horror, no ha sorprendido a nadie, porque todos, desde los más modestos simpatizantes de "el más popular de los deportes" hasta los más encumbrados dirigentes sabían que estaban dadas las condiciones para que ocurriera. Y siguen estando, porque su trama perdura, y hasta se consolida, por encima del paso de los años.
Es que las llamadas "barras bravas" hace mucho tiempo que, de ser agrupaciones de manifiesta identidad deportiva, pasaron a convertirse en verdaderas bandas delincuenciales; y luego, sin perder ese carácter, en auténticas mafias, con códigos y leyes de convivencia propia. Bajo esa forma practicaron y practican la coima, el robo, los peajes obligados, la extorsión y, desde hace ya varios años, el comercio de la droga, esto sin contar la participación que exigen -y obtienen- en estacionamientos, viajes al exterior, actividades políticas y gremiales, festivales, etc. De hecho las barras se han convertido en verdaderos factores de poder dentro de los clubes, en muchos casos relacionándose estrechamente con dirigentes políticos. La pasión deportiva ha degenerado así en turbios y violentos negociados con mucho dinero de por medio, que eso es, en definitiva, lo que disputan las distintas facciones internas de estos grupos.
Medio siglo atrás, cuando estas pandillas comenzaban a cohesionarse y mostrar sus aspiraciones, el legendario periodista Dante Panzeri predicó contra ellas y predijo esta oscura actualidad. La advertencia fue inútil: los intereses que las comenzaban a proteger ya eran poderosos y condenaron al periodista prácticamente a un exilio profesional, con muy tardío reconocimiento a su verdad premonitoria.
Lo verdaderamente grave de esta situación es que quienes tienen en sus manos el orden público conocen perfectamente la identidad, radicación y proceder de estos delincuentes que, sin embargo, siempre continúan en sus "quehaceres" a través de pactos y contubernios casi nunca esclarecidos. Desde hace al menos treinta años, en hitos signados por episodios trágicos, se habla de tomar medidas ¿Quién no recuerda lo dicho y establecido respecto a cacheos y revisiones previos, accesos restringidos, guarda en comisarías durante los encuentros y, en los últimos años, la instalación de cámaras de video en los estadios y alrededores? Todo parece haber sido inútil y los muertos siguen apareciendo en las inmediaciones de los campos deportivos de la Capital Federal y algunas grandes ciudades.
La conclusión parece lógica: no es la parte técnica del sistema la que no funciona sino la humana, llámese dirigencia, cuerpos de seguridad de los clubes, policía o, en definitiva, la justicia. Porque resulta inentendible que unos pocos cabecillas estén presos (y que manejen, incluso, sus intereses desde la cárcel) mientras que los demás integrantes de la pandilla rinden homenaje a su ausencia desde las tribunas; que alguna llamada de alto nivel haga que los responsables detenidos en delitos in fraganti sean liberados en unas pocas horas o que -como ha ocurrido- los barras sean capaces de tomar un tren completo saqueando al pasaje sin que ninguno de ellos pueda ser apresado. Ahora llegó otro episodio gravísimo: un tiroteo con más de cien disparos en plena capital y en una zona altamente concurrida por familias que esperaban disfrutar el domingo. Los dos muertos se agregan a una lista que ya sobrepasa largamente los dos centenares desde que empezó el profesionalismo en el fútbol y que ha crecido en frecuencia en las últimas tres décadas.
La situación se ha repetido tantas veces que es previsible lo que vendrá: los medios hablarán del tema, se reunirán las autoridades, se proclamarán nuevas medidas de prevención y, acaso, vayan presos por un tiempo algunos de los llamados "perejiles". Después todo seguirá igual, ratificando la incapacidad de clubes y Estado para contener las tropelías de un millar de matones violentos que -protección e inacción mediante- se sienten intocables.
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