Atardecer de la Patria
Nueve de cada diez habían votado mal en Rosario y hacía mucho tiempo que nada bueno estaba sucediendo en el borde de esas aguas con olor a sorgo descompuesto.
POR ADRIAN ABONIZIO
El tipo, un setentón quemado por el sol; con la brasa entre los labios volvió a encarnar y arrojar la tanza lo más lejos posible. Cada atardecer, desde su viudez, ocurría lo mismo: cargaba el maletín de pesca en el Renaulcito y se iba al muelle, a estrellarse en la confirmación de una liturgia del aburrimiento descolorido: casi que ya no había pesca en el muelle de Rosario. Tenía una manía, contar barcos. Una hora diez y 23 barcos de calado enorme. A razón de uno cada tres minutos. Ellos le estaban espantando las bogas. Habían dragado demasiado hondo para permitirles el paso a los monstruosos buques y ahora las barrancas temblaban de miedo. Y las redes finas que los pescadores menores habían puesto, luego que a ellos , desde las factorías les habían desplegado otras más finas aún para que no pase ni siquiera un feto de bagre, completaban el revés. Una guerra submarina para darle de comer a vacas de Europa, pescado nuestro aplastado, reseco. La bosta de ellas sería barrida por ignotos franceses, alemanes rudos para ser tiradas en una acequia final.
Ahí quedaba el victorioso Paraná. En esa ciénaga apartada. Los hijos del río yacían definitivamente hechos desperdicios, pero antes deberían de cruzar el océano en cubos olorosos a brea, licuados en una harina degradante. Negó con la cabeza: no quería ver eso. Se lo imaginaba y le quemaba la razón.
Cambio y muertes.
El Monumento a la Bandera, a su derecha, se encendió de golpe: le habían puesto una corbatita blanca consistente en una franja blanca con costados azules de neones cosa que luciera como una bandera erguida. Hacía días, antes de las elecciones una reunión de flageladores habían insultado a Belgrano, paradójicamente, alabándolo, diciendo que había nacido liberal, libertario y otras sandeces. Los que la otra anoche habían triunfado en los votos.-Nunca conmigo, se dijo. Nunca. El puente, otro espantador de peces también se encendió de golpe y el tipo tuvo en ese momento una nostalgia de lejanías: extrañaba lo que no conocía. Irse; ya era tarde. Y estaba viejo. Conocer los puertos de mujeres exóticas y fragancias prohibidas. Ya no podía. Ya no quería más desearlo porque en ello se le escapaba ese deseo de animal que olía a la esperanza por un mundo distante y tal vez inexistente. Como contrapartida de esto tan previsible, era el único habitante en el lanzadero, sopesando que algún tirón del otro lado de la línea le daría un vuelco en el corazón al fin porque aún tenía esperanzas en su confirmación de pescador de raza. ¿Su país se habría de derrumbar?. No entendía el porqué de tanta saña. Pero había votado en contra de aquellos facciosos que propugnaban cambio y entregarían muerte a plazos. Uno tira diez gatos hambreados en un campito y sobreviven dos. Eso era esta guerra, la submarina y la terrestre. Comer, hartarse hasta explotar. No pensar en el mañana, engordar, morir sin morir.
El muro.
El que hace sufrir se muere, se solía decir para sus adentros. Él era distinto. No entendía mucho pero hubiera resuelto mejor estas pendencias. No hubiese empezado la pelea o bien, hubiese sabido aplacarla con eficiencia si hacia él la dirigían. El Rosario del General Belgrano, allá abajo, con sus baterías apuntando a la nada. Un gordito enfermo, loco y armando la Patria de la nada, según había leído. La Patria. Se le figuró un muro enorme, con agujeros de bala, pintadas y graffitis donde cada uno escribía o asesinaba o comía o hacía sus deposiciones según su credo. Pero el muro nunca se terminaba, encalado y ceniciento. Un muro que delimitaba vaya a saberse que cosa. Estamos encerrados en la patria, pensó. Y se sobresaltó.
Había votado en contra de La Libertad Avanza y sentía que había quedado afuera. Pertenecer a la Patria cuesta, hay que armarse de amor, fe y aprender a lamerse las heridas.
Dejó la caña y como cada vez que un pensamiento gigantesco lo absorbía y tenía que sentarse para disolverlo, entrarle al centro. No era de hablar, era de pensar el tipo. Así estaba cuando arribó alguien que se arrimó al apeador .
-¿Y? ¿Pican, amigo? llevaba una remera bordó con el logo de un leoncito amarillo.
Ayer habían asumido. No le contestaría. Nueve de cada diez habían votado mal en Rosario y hacía mucho tiempo que nada bueno estaba sucediendo en el borde de esas aguas con olor a sorgo descompuesto.
Atardecía en la Patria. Una frase le retumbó en la cabeza antes de irse.-“¿En los tiempos sombríos se cantará? Claro, se cantará sobre los tiempos sombríos”. Bertold Brecht. Y se fue hacia la chata pensando en Discépolo, silbando el tango Uno.
Antes de subirse le dijo al tipo -Ahí le dejé un tacho con carnada, para que se la coma- susurró.-El otro no entendió bien y creyó que era un gesto de buena voluntad. Hasta lo saludó con la mano. Habría que aprender a convivir.
* abonizio@gmail.com
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