Destinos inexorables
El 1º de abril de 2004, nueve días después de que Axel Blumberg fuera ejecutado por sus secuestradores, su padre Juan Carlos Blumberg convocó a una marcha multitudinaria a la Plaza del Congreso, con velas blancas como único distintivo. Según la policía asistieron 120.000 personas, pero para el ingeniero Blumberg, como se lo empezó a conocer entonces, la concurrencia fue más del doble. Más allá del eterno debate entre estimaciones contradictorias, el resultado fue contundente. La terrible historia de Axel, víctima de un secuestro extorsivo y de una investigación fallida, puso a la inseguridad en la agenda ciudadana y generó una gran empatía hacia el padre.
Si bien el reclamo contra la inseguridad iba dirigido al Congreso, el gobierno de Néstor Kirchner lo percibió como la primera gran iniciativa opositora. Eso impulsó al Presidente a recibir a Blumberg en la Casa de Gobierno, a darle apoyo a sus demandas e incluso a presionar al gobernador Felipe Solá para que investigara el accionar de la policía bonaerense. A una velocidad lumínica, apenas dos semanas después de la primera marcha, el Congreso sancionó la llamada Ley Blumberg, un engendro que modificó el Código Penal. En esos días frenéticos pudimos asistir al penoso momento en el que Blumberg insultaba a senadores en el recinto, exigiéndoles que votaran sus propuestas a libro cerrado.
El resultado fue una reforma caótica, que incrementó las penas mínimas y máximas para los delitos de homicidio, secuestro y violación, y limitó la libertad condicional. Blumberg apoyaba la idea de la cárcel como “protectora de la sociedad”: cuantas más personas estén privadas de su libertad, mayor seguridad habrá para “la gente como ustedes”, como solía referirse al sector social que aspiraba a representar.
En todo caso, el ingeniero Blumberg supo canalizar el hastío social de un determinado momento y traducirlo en “hechos concretos”. Entendió, al menos al principio, lo que los medios esperaban de él, y eligió presentarse como un “técnico”, de ahí la importancia de su condición de ingeniero. Era la contracara del “político”, responsable de todos los males según la letanía antipolítica que seducía (y seduce) a un sector de la clase media. Pese a haber aclarado que no buscaba ninguna candidatura, compartió boleta con el candidato presidencial Jorge Sobisch en 2007. Lo acompañó como candidato a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, pero el magro resultado –poco más del 1%– dio por terminada esa alianza y frenó las aspiraciones electorales de Blumberg.
Pero el final de su carrera, al menos como figura rutilante, llegó con el escándalo generado por su falsa condición de ingeniero. El vocero de la mano dura podía tomarse muchas libertades, pero no la de vanagloriarse de un diploma tan imaginario como los perros de Javier Milei. Y, justamente, si el falso ingeniero volvió a tener su cuarto de hora de fama, fue porque intentó sumarse a los escuálidos equipos de campaña del futuro Presidente de los Pies de Ninfa. La alianza de esos dos mitómanos concluyó en medio de acusaciones cruzadas y de forma aún más abrupta que el acuerdo con Sobisch.
Existen muchas similitudes entre Blumberg y Javier Milei, además de su fugaz alianza. Ambos percibieron un cambio significativo en el humor social y supieron capitalizarlo con cierto talento. Ambos supieron servirse de los medios (a la par que también fueron usados por esos mismos medios) para llegar a una audiencia que superó con creces sus expectativas iniciales. Ambos comparten el mismo desprecio hacia la política, en particular el Poder Legislativo. Por último, ambos padecen la misma alergia hacia los tiempos largos de las instituciones democráticas, incompatibles, según ellos, con las urgencias que padece el país.
El Presidente de los Pies de Ninfa terminará, más temprano que tarde, en el tacho de basura de la historia. Hoy vemos cómo pasea por el mundo, en un interminable viaje de egresados, en busca de sus admirados o de sus admiradores. Ese frenesí sin correlato en el bienestar de las mayorías es efímero, como lo demuestra nuestra historia reciente. No se puede llenar la heladera con la “guerra cultural” que tanto mencionan los voceros del oficialismo. (Por Sebastián Fernández, elcohetealaluna.com)
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