Sabado 11 de octubre 2025

Desvarío y cinismo

Redacción 11/10/2025 - 00.15.hs

En la Argentina actual, el poder se ha vuelto espectáculo. No se trata ya de la política como representación, sino de la representación misma convertida en política. El “show” del Movistar Arena protagonizado por Javier Milei constituye, en ese sentido, mucho más que una anécdota grotesca: es la puesta en escena de un modo de dominación basado en la teatralización del desvarío, la estetización del cinismo y la banalización del sufrimiento colectivo. Lo que antes era política hoy se ha vuelto performance; lo que era liderazgo hoy es acting; lo que era ideología, hoy se reduce a marketing emocional.

 

Milei no canta “Demoliendo hoteles”, la destruye —como destruye el sentido de toda una tradición cultural que le resulta ajena—. La operación es simbólicamente precisa: el líder autoproclamado “anticasta” se apropia del repertorio de quienes durante décadas expresaron, desde el rock nacional, una resistencia popular frente a la alienación y la injusticia. Esa impostura cultural no es inocente: busca vaciar de contenido los signos de rebeldía para resignificarlos en clave de sumisión estética. La cultura se convierte así en un campo de saqueo simbólico donde el poder se disfraza de disidencia.

 

En ese gesto reside la paradoja del presente. Lo que antes provocaba identificación ahora produce vergüenza ajena. La palabra “cringe” —tan contemporánea como globalizada— es insuficiente para capturar el desconcierto que despierta ver a un presidente gritando letras de Charly García mientras desmantela, en paralelo, las condiciones materiales que hicieron posible la creación de artistas como él. Lo que incomoda no es la desmesura, sino la desconexión. La puesta en escena del delirio económico y político se completa con una banda sonora robada, falsificada, vaciada de alma.

 

La reacción popular ante ese espectáculo oscila entre la risa y la náusea. Pero la risa puede ser una forma de resistencia cuando desactiva la solemnidad del poder; o de complicidad, cuando lo legitima como entretenimiento. La risa ante el bufón no siempre emancipa: a veces anestesia. En este caso, la carcajada colectiva ante el grotesco presidencial corre el riesgo de transformarse en resignación política. La cultura del meme, al reducir la indignación a consumo irónico, se vuelve el mejor instrumento de disciplinamiento emocional.

 

El rock nacional —ese territorio de resistencia estética frente a la represión, la censura y el cinismo— funcionó históricamente como refugio de autenticidad en medio del artificio. Verlo hoy profanado por un gobierno que encarna todo lo que combatió: la mercantilización de la vida, la concentración del poder y el desprecio por los débiles, constituye una afrenta moral.

 

No hay estética del poder que pueda ocultar la realidad de un país empobrecido. Detrás de los flashes y los aullidos del escenario se ocultan las cifras de la miseria: el hambre, la desocupación, el vaciamiento educativo, la degradación institucional. El “show” no es un accidente, sino una estrategia: mantener al pueblo entretenido mientras se demuele el Estado social. Es la versión posmoderna del pan y circo: el algoritmo en lugar del pan, la farsa en lugar del debate, la idolatría en lugar de la política.

 

Habrá que resistir, sí, pero también preservar la sensibilidad. No caer en la trampa de la burla ni en la anestesia de la ironía. Recuperar la palabra frente al grito, la lucidez frente al espectáculo, la memoria frente al simulacro. En tiempos de ignominia, defender el sentido —ese bien común que une cultura, política y dignidad— es una forma de militancia. Porque mientras una multitud aplaude al impostor, otros siguen escribiendo canciones verdaderas. Y aunque las destruyan en escena, su verdad, como el arte y la historia, sobrevivirá a la farsa. (Por Leandro Terny/El Destape)

 

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