Jueves 07 de agosto 2025

Hiroshima, mon amour

Redacción 07/08/2025 - 00.17.hs

Muchos se preguntan por qué motivo Japón nunca desarrolló el rencor suficiente como para vengarse de los EEUU por las atrocidades de Hiroshima y Nagasaki. Son crímenes de guerra imperdonables,

 

JOSE ALBARRACIN

 

Esta semana marca el 80 aniversario de las dos únicas ocasiones en que armas nucleares fueron empleadas con fines bélicos, y en ambos casos el perpetrador fue el mismo (EEUU) y la víctima, también la misma: la población civil de Japón. Ayer, 6 de agosto, fue el aniversario de Hiroshima, donde al cabo de ese año de 1945, ya sea en forma inmediata, o por efecto de las quemaduras o la radiación, murieron unas 140 mil personas. Tres días después le tocó el turno, más al sur, a la ciudad portuaria de Nagasaki, donde los muertos ascendieron a 70 mil. Los sobrevivientes -conocidos en lengua local como "hibakusha"- dedicaron su vida y su organización a abogar por la paz mundial y la no proliferación nuclear, obteniendo, eventualmente, un premio Nobel de la Paz. Su edad promedio hoy es de 86 años, y pronto ya no estarán entre nosotros, aunque su testimonio no debiera apagarse.

 

Trump.

 

Este aniversario encuentra a Japón en proceso de remilitarización, ya que, al igual que los países europeos beligerantes en la Segunda Guerra Mundial, soporta el asedio de la administración actual, que tras denunciar un pacto de casi un siglo, los critica por no encargarse de su propia seguridad nacional sin recurrir a los EEUU. Ninguna situación es lo bastante grave, que no pueda ser empeorada por Donald Trump.

 

Este compromiso pacifista tambalea, también, cuando se considera que, sin el "paraguas protector" norteamericano, Japón debe lidiar en soledad con tres vecinos que cuentan con armas nucleares: Rusia, China y Corea del Norte. Con todos ellos tiene conflictos limítrofes (también con Corea del Sur). Y como es sabido, la situación de Taiwan ha servido de pretexto a la prensa occidental para demonizar a China como un país imperialista.

 

La verdad es que la experiencia histórica no avala esa narrativa. De hecho, no existe un sólo episodio en la milenaria convivencia entre estas dos naciones, en las que China haya sido el país agresor o invasor. Muy por el contrario, Japón invadió a la China en múltiples ocasiones, particularmente durante el siglo XX, sometiendo a su población a vejaciones indecibles. Así lo hizo en las dos guerras sino-japonesas, entre 1894 y 1895, y entre 1937 y 1945, conflicto este último que se solapó con la Segunda Guerra Mundial. De este último episodio proviene, entre otras, la atroz masacre de Nanhing.

 

Dominación.

 

Muchos se preguntan por qué motivo Japón nunca desarrolló el rencor suficiente como para vengarse de los EEUU (que jamás se disculpó) por las atrocidades de Hiroshima y Nagasaki. Son crímenes de guerra imperdonables, cometidos cuando la posición bélica de Japón estaba seriamente debilitada, y el avance de la URSS desde el oeste hacía inminente una derrota total en el continente asiático.

 

La versión más plausible es que el pueblo nipón se sorprendió de que los norteamericanos no los sometieran a la humillación de la esclavitud, como habían hecho ellos mismos en sus conquistas, tanto en China como en Corea. Que lo digan si no las miles de mujeres que fueron sometidas a la esclavitud sexual para solaz de los guerreros del sol naciente.

 

Aparentemente, su mentalidad quasi medieval les impidió, acaso, comprender que el imperialismo norteamericano tenía otras formas de dominación. La presencia militar constante en el país, la invasión cultural con sus productos de consumo masivo, la imposición de una constitución que nada tenía que ver con las tradiciones locales. El dominio fue tal, que cuando durante la década de 1980, el talento y la laboriosidad japoneses condujeron a un auge económico formidable -emblematizado en la compra del edificio Rockefeller de Manhattan-, EEUU les impuso una política monetaria que llevó al país a la depresión económica en pocos años.

 

Tabú.

 

Terumi Tana, sobreviviente de Nagasaki a los 13 años, miembro de la Nihon Hidankyo, que agrupa a las víctimas y aboga por la paz mundial, acaba de declarar que, tal como están las cosas, "el tabú nuclear está al borde del colapso". A lo largo de estas ocho décadas, lejos de reducirse la cantidad de armas nucleares, esos arsenales están creciendo, cada vez con más países interesados en sumarse a ese club de la muerte: Corea del Sur y Turquía, sin ir más lejos.

 

"Si la humanidad no busca la paz a través del derecho internacional encarnado en las Naciones Unidas y sus tratados, la próxima generación bien podría presenciar la Tercera Guerra Mundial", afirma. Quizá su visión hasta sea optimista: no ha faltado quien especule (por ejemplo, Yuval Noah Harari) con que ese conflicto ya ha comenzado, con Ucrania y Gaza como sus chispazos iniciales.

 

El último tratado sobre armamento militar vigente entre EEUU y Rusia expira en apenas seis meses. La posición de las Naciones Unidas, y, en particular, de su Consejo de Seguridad, nunca ha estado más debilitada, en momentos en que la velocidad de las comunicaciones nos permite presenciar "en vivo y en directo" cómo se cometen crímenes de guerra con total saña e impunidad.

 

Si a eso le sumamos que también el orden económico mundial se ha visto desbaratado por la irracional imposición de tarifas por parte de Washington, y que el lenguaje internacional está cada vez más infiltrado por metáforas bélicas, resulta difícil avizorar adónde puede estar el dique de contención a toda esta pulsión de muerte. Como las sublimes acuarelas y la caligrafía japonesas, la paz mundial aparece cada vez más frágil y fugaz.

 

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