Pedazos de muertos
La desmesura y la ambición llevan al hombre a querer mostrarse iguales a los dioses y usurpar incluso las tareas de la creación; un deseo desmedido que invariablemente termina en catástrofe. De eso habla, entre otras muchas cosas, la novela Frankenstein o el moderno Prometeo.
Daniel Pellegrino y Jorge Warley *
El contexto mayor es el la época las indetenibles ideas positivistas que, bien vertiginosamente, se fueron adueñando de las universidades, los gobiernos e intelectuales del mundo, incluida la Argentina. La ciencia y el método experimental significaban (y garantizaban) orden y, sobre todo, progreso; la promesa cierta de una mejora indefinida que le permitiría a la especie superar para siempre las enfermedades, las hambrunas, las desigualdades, las guerras, y hasta las penas de la vejez.
Una vez más, como dicen algunos filósofos, el arte adquirió la función de la negatividad y exhibió su filo crítico, a contrapelo. Lo hizo desempolvando un viejo concepto que tanto trabajaron los trágicos de la Grecia clásica, allá en los comienzos de la civilización occidental: el pecado de hybris. Es decir la desmesura, la ambición que lleva a los hombres a querer mostrarse iguales a los dioses y usurpar incluso las tareas de la creación; un deseo desmedido que invariablemente termina en catástrofe. De eso habla, entre otras muchas cuestiones que los críticos fueron enfatizando a lo largo de los años, la novela Frankenstein o el moderno Prometeo.
Biografía de Mary.
Su genial autora, Mary Wollstonecraft Godwin nació en Londres el 30 de agosto de 1797 y en esa ciudad murió 54 años más tarde. Su padre fue el filósofo político William Godwin y su madre la filósofa feminista Mary Wollstonecraft. Su educación liberal y humanista, impulsó desde muy chica su gusto por escribir narraciones, obras de teatro, ensayos y biografías. También editó y supo difundir los textos de su esposo, el poeta romántico Percy Bysshe Shelley: De él tomó el apellido que estamparía en la portada de su relato de mayor renombre, la novela gótica Frankenstein o el moderno Prometeo, que dio a conocer en 1818.
Cuatro años antes, Mary Godwin conoció y se enamoró de Shelley. El joven veinteañero era uno de los seguidores políticos de su padre, pero ya estaba casado, de modo que la relación amorosa fue motivo de escándalo.? Junto con la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, la pareja se trasladó a Francia y viajó por toda Europa; a su regreso a Inglaterra, Mary estaba embarazada. Además de enfrentar el rechazo social por la unión considerada indebida, los Shelley padecieron penurias económicas y la muerte de su hija, que nació prematura. La unión legal de los amantes llegó a finales de 1816, inmediatamente después del suicidio de la primera esposa de Shelley, Harriet.
Allí comienza la leyenda. Porque unos meses después, los esposos decidieron pasar un verano con George Gordon "Lord" Byron (otro de los grandes poetas románticos ingleses), John William Polidori y Claire Clairmont, además del hijo que Shelley había tenido con Harriet, cerca de Ginebra, Suiza. Según la propia escritora rememoró más tarde, se trató de un verano feo, cruzado por una lluvia constante que los obligó a permanecer dentro de la casa la mayor parte del tiempo. Se sucedieron los juegos y las interminables conversaciones. Entre otros temas las charlas rondaron los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin, una sabio extraño que, se decía, había logrado reanimar la materia muerta, y que era capaz de devolverle la vida a un cadáver o a las distintas partes de un cuerpo muerto. Sentados alrededor de una fogata en la villa de Byron, el grupo también se entretenía leyendo historias de fantasmas alemanas; hasta que en una ocasión el dueño de casa sugirió que, como para matar el tiempo y mostrar su genio, cada uno escribiese su propio relato fantástico.
Con esa motivación en su cabeza Mary se fue a dormir, soñó, y con la materia de su sueño concibió al monstruo de Frankenstein.
Los Shelley abandonaron finalmente Gran Bretaña en 1818 y se mudaron a Italia, en donde su segundo y su tercer hijo murieron antes de que naciera su último descendiente, el único que logró sobrevivir.? En 1822, Percy Bysshe Shelley se ahogó al hundirse su velero, durante una tormenta en la Bahía de La Spezia. Diez meses más tarde Mary Shelley regresó a Inglaterra y desde entonces se dedicó a la educación de su hijo y a su carrera como escritora profesional. Los últimos años de su vida debió afrontar duras enfermedades.
La criatura.
De hecho, la criatura pergeñada en su laboratorio por el doctor Víctor Frankenstein es mucho más que un personaje literario, porque casi desde el momento mismo de su nacimiento se reprodujo en las más variadas especies hasta convertirse en un ícono de la época moderna, al lado del automóvil Ford y la cadena de montaje del trabajo industrial. El cine, la televisión, las historietas, las máscaras, los muñequitos de plásticos coleccionables y los dibujos animados, el grito de terror de los espectadores que comen pochoclo y las risas de quienes se sacuden en sus butacas gozando con la parodia de Mel Brooks, hicieron el resto. En particular, por supuesto, las pantallas cinematográficas donde la encarnación actoral de Boris Karloff para Frankenstein y La novia de Frankenstein, así como el grito del científico que aúlla al cielo cubierto por la tormenta: "¡Está vivo! ¡Está vivo!", en los filmes que dirigió James Whale a comienzos de la década del treinta, supieron cimentar la mejor tradición del cine de terror. O mejor: lo inventaron.
Y de algún modo también tradujeron a las formas del entretenimiento comercial una narración que en su intención primera disparaba también otras pretensiones interpretativas. En la novela, el término "monstruo", que se volvería tan popular, se utiliza en contadas ocasiones; los diferentes personajes de la historia -principalmente el científico Víctor Frankenstein- se refieren a él con calificativos como "miserable" o "desgraciado". La criatura no tiene nombre, y se presenta por lo tanto como un símbolo de la orfandad, la carencia; la pregunta y la búsqueda de la identidad humana es uno de los temas en que la novela de Shelley más insiste. Hay allí una intención filosófica que se fue perdiendo con las versiones y las variaciones.
De hecho, es difícil que un espectador medio que haya disfrutado de la película se sienta igual de contento frente a la lectura del relato original. Los profesores de escuela media que lo intentan por lo general fracasan, la novela es más densa, dificultosa, seria, no tan divertida.
Género epistolar.
La novela es un relato del género epistolar en la que Robert Walton, capitán de un ballenero inglés, escribe cartas a su hermana Elizabeth sobre sus andanzas en el mar. Cerca del polo norte rescata y embarca a Víctor Frankenstein, quien había llegado por allí persiguiendo a su criatura; desde ese momento se convierte en el objeto exclusivo de su escritura porque el científico le contará su vida y peripecias completas y además será testigo de la muerte de Víctor y del retorno y desaparición (que no significa el fallecimiento) del "engendro".
A lo largo de estos dos siglos se han sucedido muchas ediciones y traducciones al castellano de la novela. Con este reparo, que no implica alteraciones de sentido respecto al texto original, se reproduce un fragmento del Libro I, capítulo 4 (cap. 5 en el original) para rememorar uno de sus episodios perdurables:
"Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombriamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido".
* Docentes de Letras, UNLPam
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