Acá estamos: para entender
Crónicas, cuentos, poesías, relatos íntimos. Textos escritos por pampeanas donde, entre líneas, florecen las semillas que hace diez años comenzó a sembrar NI UNA MENOS.
Ángeles Alemandi *
Ante algunas situaciones de la vida solemos decir que nos quedamos sin palabras. A veces es real que no tenemos lenguaje para nombrar lo indecible: entonces tenemos que inventarlo. Otras sólo necesitamos tiempo para comprender lo que no debería siquiera existir, distancia para verlo con claridad, y el coraje de entregarnos a las reglas del arte para convertir en un hecho artístico lo que tanto duele, hiere, indigna, harta.
En esta cuarta entrega más voces de La Pampa se arriman para compartir sus textos, muchos de ellos inéditos, para honrar a través de sus narrativas los 10 años de NI UNA MENOS.
* Periodista y escritora. Integra la Red Federal de Periodistas y Comunicadoras Feministas.
3 de junio
Natividad Ponce. Inédito.
Llega apurada, con la mochila repleta, se sienta y cuenta por qué vino: una de sus manos sufrió lesiones. Y sigue contando que su ex pareja la atacó con un cuchillo, en marzo, y señala las partes del cuerpo donde permanecen las marcas de la violencia machista: un hombro, la espalda, el vientre, el brazo, la mano…
Tiene hijes y vive con les más chiques.
Continúa su relato: realiza todas las tareas de la casa: barre, cocina, lava, y sigue la lista, a pesar de que la mano no responde como debiera.
Agrega: Gracias a Dios no me hizo nada en la otra mano que tengo operada.
Cada frase la inicia o remata con un gracias a dios.
La miro con tristeza por lo que le ha pasado y con indignación contra el agresor. Es una sobreviviente (Gracias a Dios, diría ella).
Y continúa su relato, interviene la Justicia, hay acciones en marcha. Pero la víctima está en este lugar, donde varias mujeres la escuchamos en silencio.
¡Ni una menos!
¡Libres nos queremos!
¡Vivas, libres y soberanas nos queremos!
Hace diez años, en una marea verde, salimos a la calle para que no nos hieran, para que no nos subordinen a la voluntad patriarcal. Diez años de conquistas que por entonces, no temíamos perder las mujeres, las diversidades, las minorías, las niñeces, las adolescencias, derechos consagrados para todes y hoy, en peligro de ser conculcados por la violencia -otra vez la violencia, siempre la violencia- de un gobierno cuyo plan es de exterminio de lo bueno conquistado y a conquistar.
Ella habla y la miro, y la escucho con tristeza y admiración por su fuerza. Sigue repitiendo ¡Gracias a Dios!, diez veces, veinte, pierdo la cuenta. ¿Será ese dios que invoca el que le da fuerzas?, ¿son sus hijes?, ¿la confianza en una justicia que decidirá sobre el intento de femicidio que sufrió?
Diez años de alegría en las calles, diez años de unidad en la acción con el grito a flor de piel, las banderas, los pañuelos verdes y también las fotos y los nombres de las víctimas de femicidio.
No podemos volver al pasado de subordinación al patriarcado, el machismo y la violencia. Solo la unidad en la lucha hará posible sostener las conquistas a pesar del miedo, a pesar de la indiferencia, a pesar de la crueldad.
3 de junio, 10 años de lucha que se sigue repitiendo como consigna, como bandera, como grito de identidad, como fuerza creativa para defender los derechos consagrados y arremeter contra los enemigos de la vida, contra los agentes de la muerte, a favor de la vida, ¡Siempre!
Para entender quién es
Águeda Franco, en Raspando los días, Ediciones En Danza
para entender quién es
una mujer escribe
en su mirada la tiniebla se enciende
los ojos siguen el movimiento
de las nubes
arriba hay viento
ella escribe
se pregunta y escribe
sincretizada al alfabeto
ahonda su hermandad con las palabras
escribe gritos y jaquecas
revoluciones
partos y partidas
la tinta es del color
de la sangre que baja por sus muslos
en la hoja blanca
la virginidad sucumbe
se llena de palabras
el mundo se reordena
una mujer se recorta del caos
escribe
La desmesura
Graciela Pascualetto. Inédito.
La realidad dice
que yacía inmóvil
Iluminada, apenas,
por un farol de la calle.
El vecindario suponía causas,
la policía indagaba a los cercanos,
el periodismo comentaba el cruel suceso.
Sin embargo, lo real real es indecible
el horror, la atrocidad,
la desmesura
que no cabe
en ninguna
palabra.
Domingo 9 de agosto
Mercedes Andreotti. Inédito.
Me desperté llorando a las 4. ¿Llorando por qué? Las lágrimas me corrían por la cara, me llegaban a la nariz y mojaban la almohada. Grité y me desperté. No fue sólo un grito. Grité con desesperación, estaba diciendo algo. No sé qué. Algo, algo tratando de entender, pero las palabras no estaban, se habían ido. Traté de anotarlas, recordar. Nada. Congoja. Dolor en la garganta al tragar. Como si me hubiera atragantado con algo, como si tuviera un hueso incrustado en el cañito por donde pasa el aire y no me dejara respirar. Como un bebé pidiendo que lo abracen un poco. Siento que no tengo cuerpo, mi cuerpo es mi boca desconsolada que llora, que gritó y siente dolor. El pecho duro, una piña y una pesadez en el cuerpo que no me deja mover. Me doy vuelta. Prendo la luz. Le erro. No la encuentro. Desespero. Busco de nuevo. Arranco el cable del celular.
Busco. La mano se extiende. Agarro el cable. Busco el caminito hasta el interruptor. Enciendo la luz. Despierta. No muerta. Respiro porque escucho que respiro y siento que el pecho se levanta baja y sube; sube y baja y… Nada. Labio hinchado, paspado. Sueño, pero por favor sin soñar, sin soñar lo mismo.
Meido… medio… miedo de soñar lo mismo, de que el sueño esté esperando que vuelva a dormir para continuar y darme más miedo de no se qué porque no me acuerdo pero miedo igual. Quiero no sentir por un rato, no sentir nada. Dormir y no sentir nada. No. Morir. No morir, no sentir nada. Pero siento. Entonces lloro pero ya no puedo, intento pero no ya no lloro. Arden los párpados. Prender la luz y agarrar un libro y leer no sé qué pero leer algo. Calmar, salir, irme. Pero no lo intento y prendo la luz y agarro el libro y leo, un renglón. Dos. Tres. Cuatro. Ocho, veinticinco. Página y nada, no hay nada, leí pero no leí. Oigo los perros que ladran afuera. Tengo frio, me pongo un buzo, me tapo. Otro par de medias y no, es igual, o peor. El río frío está adentro y no afuera. Andy y su pierna entre mis piernas, apoyándose en mis piernas. Solo así duermo. El olor de la remera en el cesto de la ropa para lavar que no lavé y guardo y llevo anudada al cuello todo el dÍa para tener un olor suyo. Se me acalambra el brazo derecho pero sigo escribiendo porque tengo que escribir. Hay que escribir.
Escribir salva, agarra, sostiene. Me duele más. Más y más. Sigo porque los dedos son sabios y escriben. La cabeza ya no quiere pero los dedos saben y entonces van más rápido. Vuelan en el teclado y no corrijo y sigo y no me importa nada que llore porque lloro y necesito llorar y no paro porque si paro me caigo y pienso y angustio y no duermo y sigo y el día me espera de nuevo y Andy no está.
Podrida, triste, cansada (pero no resignada)
Isabel Gigli. Inédito
Podrida
de crueles ignorantes que vomitan amenazas
mientras aplauden el despojo y celebran el olvido,
de señores con trajes contaminados
y cerebros lisos sin circunvalaciones,
de señoras machistas
que, con guantes de encaje, nos escupen a la cara
creyéndose dueños, todos ellos, del destino ajeno.
Triste
de universidades que se vacían
como pozo seco donde nada brota,
de estudiantes sin preguntas,
de libros que no escribimos,
de laboratorios oxidados
que escurren como agua sucia sobre arena sin río.
Cansada
de tragar saliva y mirar para otro lado
como si fuera humo, como si no doliera
Podrida, triste, cansada,
pero no resignada
Porque lo que una vez ardió, aún en asfixia, vuelve a prender,
porque la semilla germina sin luz,
y porque la voz, nuestra voz,
aunque quebrada,
se escucha en medio del ruido.
Herencia
Pilmaiquén de la Cruz. Inédito.
El recuerdo de buenos aires la incita a desear un jacarandá florecido en el patio. Ver ese violeta por la ventana le genera una sensación de añoranza urgente. Para evitar la helada Irina envuelve el arbolito recién plantado con manta blanca, y espera que sea suficiente para pasar el invierno que asoma y parece venir con una crudeza particular. Cuando azotan los bajo ceros en el campo, no hay verde que sobreviva.
En la época de sus bisabuelos, la quinta era un continuo de huerta, un tanque australiano, canales de agua y peces, un sistema de riego de una modernidad notable, casi una arquitectura árabe.
Las casas de adobones grandes, el galponcito, las chapas inclinadas, los eucaliptos para frenar el viento.
El bisabuelo de Irina era un tipo de pocas palabras, serio. Creía que las reglas inflexibles eran el camino para hacer buenas a las personas. Herencia de invasiones inglesas. En los pueblos de La Pampa, los ferrocarriles llegaban a los lugares más recónditos y acumulaban energía, en forma de madera de caldenar.
Los bosques se convirtieron en ceniza en los cientos de vagones diarios hacia el puerto de Buenos Aires.
Como hasta el día de hoy, a los hombres les costaba mediar palabra. Las salidas más frecuentes eran la soledad o la violencia. Los silencios ocupaban la mayor parte de sus vidas cotidianas.
La bisabuela era una mujer de origen alemán, la inflexibilidad en la sangre, las cosas se hacían de una sola manera. La pastelería al pie de la letra, la perfección del hojaldre, las mañanas de ropa impecable, té en la cocina a leña.
Con los años la bisabuela se fue a vivir a la ciudad, para acompañar a la hermana, decía, pero lo cierto era que los silencios se habían acrecentado en la casa, y la tensión, como una tormenta de verano, estaba siempre a punto de estallar.
La abuela de Irina era la hermana mayor, después otra nena, y el tercero por fin, el varón. El cuarto el varón. Mismo nombre, mismo destino. En esa época no era tan raro perder a los recién nacidos, pero para la bisabuela no había dolor más penetrante que esos pozos al fondo del patio, sin ceremonia, ni cementerio. El tercer varón al hilo sobrevivió, otro calvario pelear por no darle el nombre de sus hermanitos muertos.
El bisabuelo no quería creer en las coincidencias, ni en las brujerías, pensaba que había que desafiar al destino, aunque el destino lo dejara con dos cuerpitos enterrados al fondo de la quinta, donde su esposa lloraba día tras día, antes del desayuno.
Irina evita mirar ese lugar donde pensaba estarían todavía algunos de esos restos de dolor. Si el jacarandá crece, quizás se alimente en parte de esos antepasados que no llegaron a vivir.
Le cuesta conciliar el sueño, y la historia del matrimonio le ronda como un buitre que se come de a poco la cordura. ¿Cuánto tarda en disolverse un hueso, en salir a la superficie, en oxidar el fósforo, en producir un halo de luz? Irina busca con el recuerdo su cámara de fotos y reconstruye la escena idílica de la caza. Su espera, como un animal, le despierta una sensación de adrenalina que hacía mucho que no sentía. En la oscuridad, las sorpresas son cada vez menos interesantes. El sonido del disparo le devuelve cierta esperanza. La luz mala. El verdoso fluido del óxido cuando combustione el fósforo de los huesos. El obturador, la espera, el sueño, la vigilia, los cuerpos en el jardín del fondo, la bisabuela que todavía los llora antes del desayuno, mientras Irina vomita con las primeras náuseas de una mañana que ya no existe.
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