Viernes 26 de abril 2024

El vuelo de la golondrina

Redaccion Avances 28/01/2024 - 12.00.hs

Una mujer, una violación, una golpiza, una señal de vida. Levantarse después de la caída más cruel. Un cuento de dolor y esperanza a cargo de Alexis Daurelio, periodista y escritor pampeano.

 

Alexis Daurelio *

 

Al recobrar la conciencia, Lula sintió el suelo congelado calándole los huesos. Estaba desnuda y boca abajo. Desparramada entre el desorden de su pequeño monoambiente de Caballito. Despegó el mentón apenas unos centímetros y con dificultad abrió los ojos para comprobar que todo fue real. Su cabeza estallaba en mil pedazos. Todo giraba y giraba y giraba mientras un pitido insoportable le aturdía los tímpanos. Sus párpados buscaban cerrarse. Su boca sabía a sangre. Quería llorar, pero no podía, quería gritar, pero sentía fuego en su garganta.

 

Intentó dar sus primeros movimientos cuando un sonido certero le aplacó la poca conciencia recobrada. “Trummm” escuchó el portazo. Todo el departamento retumbó. El juego de llaves escapó a la cerradura y rebotó al menos dos veces contra el piso. Lula entendió que Ezequiel se fue con el portazo.

 

Pensó en las dos opciones más a mano: llorar o dormir. Prefirió dormir. Sería menos doloroso. Y cerró los ojos. Tal vez, con el firme deseo de morir.

 

Pero al rato la quietud se quebrantó con un ruido de lo más inoportuno. “Riiinnngggg”. Sonó su celular. “Riiiinnnngggg”. Las 12 del mediodía. “Riiinnnnngggg”. Parecía un martillo que le taladraba el cerebro. “Dios, pará”, suplicó por dentro.

 

Atinó a estirar un poco el brazo derecho para agarrar el Iphone 15 escondido debajo de un montículo de ropa. Al lograr sentarse colocó ambas manos al costado de la cadera para levantarse. Hizo fuerza. Levitó unos centímetros. Le dolió hasta el alma. Se quejó. Y se volvió a derrumbar. Boca arriba. Con los ojos al techo. Inmovilizada.

 

Lloró y lloró. Y se acordó de su mamá. Y qué pensaría al verla así. Y vomitó. Poco. Pero vomitó. Hacia arriba. Dejó un charquito de fideos mezclados con cerveza que desembocaba como un hilo lento en dirección a su barriga llena de moretones. “Eso es mi niña, llorá y sacá todo lo que tengas adentro”, le hubiese dicho su mami, tan simple, y a la que extrañaba un montón, por culpa de aquel maldito infarto.

 

Lula palpaba llagas en la boca, una desesperante picazón en la vagina, y las arcadas, que iban y que venían, insistentes. Empezó a tener chuchos de frío. Y, como pudo, se dio vuelta hacia el costado izquierdo. Buscó su bombacha con la mirada. Y volvió al centro. Y de nuevo logró sentarse. “Ahhhhh”. Sentía quemarse. Volvió a colocar las manos al lado de la cadera para dar un impulso un poco más confiado que por fin le permitió levantarse.

 

De un sacudón se paró sobre sus pies blancos. Caminó unos pasos con lentitud, apenas se agachó y tomó la bombacha para ponérsela con notable dolor. “Ahhhhh”.

 

Adelantó unos centímetros cuando el retumbar del celular, que sonaba más fuerte que nunca, interrumpió de nuevo su sentido común. “Riiinnnnngggg”.

 

“Tatiana, llamando”. Era su mejor amiga. A la que no le hizo caso de volver juntas la noche anterior. Lula se quedó impávida. Como hipnotizada. La mirada perdida. Poseída por una fuerza sobrenatural extraña. Sintió unas terribles ganas de vomitar y, en ese momento, en plena arcada, se desplomó de nuevo contra el suelo boca abajo. Sufrió de lleno el topetazo de la nariz contra el piso. “Toc”.

 

Un dolor agudo en su muela de juicio inferior izquierda la despertó a los quince minutos. Volvió a sentarse y a poner las manos al lado de la cadera y, con un abominable quejido, se levantó otra vez como pudo. Tenía una clara intención, avisarle a Tatiana que estaba bien. Para que no vaya y la vea desnuda y violada.

 

Mil mensajes. Mil llamadas. Todas de Tati. “Tati, estoy bien, no te preocupes, me quedé con Eze toda la noche, todavía seguimos los dos echados en la cama, hicimos las pases, entendimos que un tiempo nos iba hacer bien”, mintió en el audio.

 

“Hola sister, que bueno que contestaste, ya casi que me iba para allá. Bueno, mejor, dale, saludos a Eze, y los espero a la tarde si quieren venir a tomar unos mates”, contestó, al minuto, su amiga.

 

Lula se largó a llorar. Se observó más sola que nunca. Una soledad que le apretaba el cuello. Una soledad que le hizo acordar a su mami. Y a la falta que le hacía. Y se sentó en el suelo. Y el recuerdo la invadió. Un recuerdo de palabras. No de imágenes. De la voz de su novio minutos antes de arruinarle la vida.

 

“Lulita, por favor, si estamos bien, para qué querés un tiempo”. “Y me lo decís así Lucía, como si nada”. “Yo te entiendo gordita, entiendo que te sentís un poco asustada, yo soy así, un poco plomo, pero es porque te amo”. “A mi el verso no, que tengo la cara de pavo, pero no soy pavo, si me pedís tiempo, es porque me querés dejar”. La voz gruesa de Ezequiel era aún más nítida en su mente. “No entiendo nada de nada, decímelo claro, ¿es otro pibe?, ¿es eso?, ¿estás con otro pibe?”. Luego todo quedó borroso.

 

Lula dormitó unos minutos y, al despertar, miró el almanaque colgado con un clavo en la pared del comedor. 5 de enero de 2040. Miró el reloj colgado en la pared. Las 5 de la tarde. Pasaron cinco horas.

 

Su anatomía estaba un poco mejor. Era todo lo que necesitaba. Se levantó de nuevo del suelo, caminó hasta la habitación, se agachó, miró debajo de la cama, y tomó el 32 cargado que Ezequiel le regaló un par de años atrás por si entraba algún ladrón.

 

Agarró firme el arma con su mano derecha y fue hasta la ventana del comedor. La única ventana de su departamento que siempre quedaba abierta y que le permitía observar el indiferente mundo exterior desde el primer piso. Puso el revólver en su boca y pensó en su mami. Su mente se apagó, su conciencia se apagó y su boca se resecó. Apretó su rostro, cerró los ojos con fuerza y, al abrirlos por un momento, antes del balazo final, vio de repente, una imagen similar a un milagro. Una golondrina. Una simple golondrina de colores raros que sobrevolaba en círculos con lenta sincronización por el cielo soleado de enero.

 

Por un impulso, Lula sacó el arma de su boca, y trató de mirar con mayor claridad, aquella inesperada secuencia de la naturaleza.

 

La golondrina comenzó a subir hasta las nubes y a bajar varios metros en caída libre a toda velocidad. Subía y bajaba. Subía y bajaba. Lula sabía que maniobraba para ella. Desconocía el significado. El motivo. Pero no le importaba. Lula miró hacia la calle y todo el mundo caminaba sin darse cuenta. Se refregó los ojos. Se tocó el pelo con la mano derecha y miró hacia el piso. Volvió la mirada sobre la ventana.

 

Y la golondrina permanecía en absoluta quietud. Flotaba poseída en el aire. Inmóvil. A la misma altura que sus ojos. Lula sonrió. La miró. La miró. Y la miró. La golondrina seguía quieta. “Euuuu”, gritó Lula. “Euuuuu”. Y chifló como su padre le enseñó. Sin los dedos. La golondrina volvió a volar en círculos y, en un movimiento repentino, como una flecha veloz, se posó sobre el marco de la ventana.

 

Lula se aterrorizó y se arqueó apenas. Comprobó que era hermosa. Tenía los ojos celestes. Las plumas color gris cristal y el pico color fuego como el mismísimo ave fénix. La golondrina estuvo apenas un segundo, miró a la muchacha, emitió un extraño chillido y desapareció entre las nubles blancas a toda velocidad.

 

Lula sintió tristeza por perderla. Pero una tristeza diferente. Una tristeza que la impulsó a caminar hasta su cama, dejar el arma abajo, recostarse y, con una mueca ligera, pensar en dormirse para levantarse al otro día y volver a empezar. Lejos del dolor. Lejos de la muerte. Cerca, más cerca que nunca, de la vida.

 

* Periodista. Escritor.

 

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