Viernes 19 de abril 2024

La escritura como ensoñación

Redaccion Avances 29/01/2023 - 09.00.hs

Micaela Alonso propone trasudar el territorio de la literatura en la diversidad de sus géneros y, además, induce a resignificar la realidad, retirar el velo de la cotidianidad y trascender a los sueños, al mundo onírico.

 

Sergio De Matteo *

 

El nombre de la obra integra la aventura que construyen las palabras. Escafandra (Punto Aparte, 2022), de acuerdo a la RAE, del francés scaphandre, es un término acuñado en 1775 por Jean Baptiste de la Chapelle, que designa un traje de corcho que permitía flotar y vadear cursos de agua.

 

La obra de Alonso opera como un traje de corcho para atravesar facetas del alma, poniendo énfasis en un mundo real acuciado por los sueños, por los recuerdos; un mundo real entrevisto en estado de vigilia. La realidad dominante se encuentra apuntalada en mitos, imaginarios y símbolos que fueron legitimados y convertidos en tradición, lo cual da asidero a la cultura de determinado lugar. A su vez, esa biblioteca, que representa y refracta la existencia y lo espiritual, es permeable y muta, crece en sus propios anaqueles. Wittgenstein plantea que habría tantos lenguajes como seres humanos haya (juegos de lenguaje); parafraseándolo, se pude decir que hay tantas realidades como hombres y mujeres que existen; pero se multiplicarían aún más al romper su lógica y expandir la percepción e interpretación de los sueños.

 

La práctica de la literatura permite recuperar y resignificar instantes pasados, ir en contra del tiempo para expurgarle las vivencias. Por lo tanto, la voz de Alonso es trascendente en la misma escritura, en el mismo recuerdo y memoria; conforme a la máxima del gran Homero: “Componer versos es recordar”, o la variación de Gérard de Nerval: “Inventar, en el fondo, es recordar”. A ese fondo se hunde la autora: “Buscamos en los recuerdos […] Y cuando estamos viviendo,/ queremos adelantarnos/ soñando futuro […] Vivimos sueños/ y soñamos realidades”. Entonces, escuchar un poema o un cuento es escuchar la voz de la memoria, es transpolar los tiempos. Sólo a través de la narración el tiempo se convierte en tiempo humano; de la misma manera, la narración sólo recibe su significado a través del tiempo.

 

Ensoñación.

 

El recuerdo puro, dentro de lo enunciable en la literatura, sólo puede hallarse en la ensoñación. Los sueños, la vigilia y los recuerdos son amparados en la escritura de Alonso. Deconstruye los límites mundanos para recobrar las imágenes del sueño, las astillas de los recuerdos, cuya vigilia siempre nos remite a un estado de atención y espera.

 

En Escafandra conmina “Viajar al paraíso o al infierno y volver”. Retornar con los restos de la experiencia para convertirlo en escritura; como lo hiciera García Lorca en su Teoría y juego del duende: “al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre”, pero además explica el poeta y dramaturgo español que “Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio”. Lo mismo intuye Alonso: “Me busco/ y me encuentro/ sin mirar los mapas”, y atiza el derrotero ontológico con “las teorías del interior del alma”: “La imagen de su interior se alejaba, diluyéndose en un sitio que no recordaba […] Enseguida pudo volver al mismo sitio de su último estado de relajación y romper, al fin, la vigilia”. Arriesga: “Los recuerdos son estremecedores o bellos; experiencias intrincadas del ser, que enrevesan y complican el descanso o la vigilia. Al escribir se puede traducir con la simpleza de lo puro y lo natural”. Pues, la ensoñación interpela al lenguaje de lo real, le hace agujeros y lo desfonda, lo lleva al origen de las cuestiones fundamentales (o fundantes) del devenir para devolverlo en formato de cuento o poesía.

 

H. Manuel Tedín en el prólogo resalta que “La interpelación que nos realiza el recorrido literario […] llega a partir del uso de una escafandra, de una ‘cesta’ que nos cubra la cabeza para sumergirnos en un mundo real, de vigilia, pero formado en el edén de aquellos sueños”. Alude Tedín a William Shakespeare y “La Tempestad”: “Somos de tal sustancia/ de la que los sueños hechos están”; lo que remite, interpretando a la literatura como un fenómeno intertextual, al libro El agua y los sueños, de Gastón Bachelard, cuando induce: “sólo se logra persuadir sugiriendo ensoñaciones fundamentales, dándole a los pensamientos su camino de sueños”.

 

El estado de vigilia, en donde laten las teorías del interior del alma, propende un anclaje: “Para quien se espiritualiza -refiere Bachelard- la purificación tiene una suavidad extraña y la conciencia de la pureza prodiga una extraña luz”. Micaela Edith Alonso ofrece su Escafandra para transitar espiritualizados por los sueños, los recuerdos y la propia existencia.

 

Microcosmos”

 

Esta es la historia de un pequeño niño llamado Dionisio. Él era muy curioso, siempre observaba a las personas y los objetos que llevaban puestos o los que había dentro de sus casas. Revisaba los bolsillos de los sacos colgados en los percheros, olvidados en verano y los bolsos de playa, olvidados en invierno. Imaginaba historias y las escribía desordenadas. Las letras no formaban palabras y las palabras no formaban oraciones. Eran letras siendo letras en la mente de Dionisio.

 

Cuando estaba en la casa de alguno de sus amigos o en la casa de alguno de sus tíos, entraba al baño, abría cajones y bolsas. Revisaba los colores de los esmaltes de uñas, si estaban líquidos o pegajosos. Tocaba los algodones y olía todas las espumas de afeitar. Miraba dentro de la ducha, si había pelos, y pensaba en las cabezas; leía las marcas de las etiquetas pegadas en las botellas del champú que iban a lavar esas cabezas. También miraba las toallas, si tenían lindos colores, manchas o arrugas.

 

Luego escribía historias llenas de desorden e intentaba ordenarlas. Primero las palabras, luego las oraciones, los párrafos, y así... Aunque él ya las entendía, todos los demás seguían sin comprender. Dionisio escribía historias a su manera, historias desordenadas.

 

Después empezó a dibujarlas y todo fue tomando forma. Miraba más, olía más y tocaba más. Escribía y dibujaba, así fue más fácil.

 

Si se quedaba a dormir en otra casa, miraba muy bien el techo. Si era de losa o de madera. O de chapa. Y si era de madera pensaba en el árbol, luego en el bosque y así. Pensaba en los pájaros que habitaban ese árbol, en cómo era su casa; en esa casa que comían y dormían, mirando el cielo que era su techo. Y dibujaba cielos celestes y pocas nubes, porque las nubes lo llevaban a dibujar otras cosas y se volvía a desordenar.

 

A veces las manchas de los techos le hacían acordar a los ojos. Entonces trataba de pensar qué podía verse desde arriba de él, invertido. Y trataba de mirarse.

 

Cuando iba a algún edificio público, miraba los cuadros, los estantes de las repisas, la pelusa abajo de los muebles y los rincones escondidos.

 

Miraba las máquinas de escribir, y las teclas, y las letras. Y pensaba en todas las palabras que pudieron haber salido de allí. Y en los ojos que las leyeron o los oídos que las escucharon y en los labios llenos de palabras por decir. Pensaba en esas palabras, si habían formado historias o sólo eran palabras. Y pensaba también en su lugar, las ordenaba como se ordenan las letras del abecedario para dibujarlas. Las dibujaba y las pintaba ordenadas.

 

Colaboraba levantando la mesa si lo invitaban a comer, aprovechando el momento de guardar las botellas en la heladera para husmear: si estaba ordenada, si había manchas de mayonesa en la puerta o huevos cascados. Miraba cómo ubicaban los alimentos dentro de ellas, como si fuera un texto. Y trataba de descifrar. Frutas abajo, carnes a un lado, manteca en su mantequera y restos de comida ya elaborada, comida para recalentar.

 

Dionisio se fue sintiendo cada vez mejor. Con el tiempo, hacía grandes dibujos, con miles y miles de detalles. Gente caminando por las calles, llenas de recovecos subterráneos, y dentro de ellos animales y agua, o basura o cañerías. A las personas, también les hacía recovecos, y dentro de ellos la comida que habían comido. Si era un animal, como por ejemplo un pollo, adentro le dibujaba pintitas amarillas porque eran los granos del maíz.

 

Una vez en la escuela dibujó un avión lleno de gente, y como siempre, su ropa y su parte interna. Objetos en sus bolsillos, hasta granitos de arena diminutos. También valijas con pertenencias, cuadernos y letras. A las señoras les hacía carteras negras con hebillas doradas y carteras marrones con hebillas plateadas. Y dentro de las carteras libros y maquillaje, peines, y un monedero grande, lleno de monedas y casi ningún billete.

 

A los hombres les dibujaba portafolios, llenos de papeles con números desordenados, pipas con restos de tabaco, humo y tos. El humo y las toses iban al cielo y formaban nubes, pero a las nubes no las dibujaba mucho porque siempre estaban desordenadas. También en sus portafolios había grandes billeteras con muchos billetes y pocas monedas.

 

A la maestra de dibujo le gustó tanto, que se lo mostró a la maestra del grado, y ésta a las otras maestras. Luego llegó a la directora, y después a la directora de directoras. Ésta se lo mostró a la coordinadora, y la coordinadora a la secretaria del mismísimo ministro.

 

El ministro se lo mostró a la secretaria del gobernador y entonces llegó a las manos del gobernador. El gobernador, que era muy viejo, lo agarró con sus dos manos llenas de arrugas y no supo decir ni una sola palabra. Tembló y temblaron las personas del dibujo, y sus casas y sus heladeras y sus recovecos y las comida dentro de ellos.

 

Mientras el dibujo de Dionisio pasaba de mano en mano, él también las iba dibujando. Manos abiertas, manos cerradas...Manos dando y manos sacando. Manos señalando, manos con guantes, con dedos y uñas. Manos rasguñadas y manos rasguñando. Manos con uñas cortas y largas, pintadas o despintadas. Manos agarrando a manos, de gente que era igual por fuera, pero distinta por dentro.

 

Mientras más manos dibujaba, más notaba las diferencias y las similitudes y hasta dibujó manos temblando sin saber que eran las manos del gobernador que no sabía qué decir.

 

También dibujó el aula dentro de la escuela, y la escuela dentro de un barrio lleno de casas. A las casas, siempre les dibujaba la heladera, con la comida que iban a comer las personas. También sus habitaciones y sus techos con manchas y sus baños con toallas y sus duchas con pelos y champú.

 

Dionisio creció y siguió dibujando. Dibujó muchos lugares con barrios, para mirarlos desde arriba, subido al avión que había dibujado de niño.

 

Cada barrio era especial, distinto. Casas distintas, colores distintos, distinta vida. Personas distintas, ideas distintas.

 

Algunos barrios estaban secos, los pintaba marrones y grises. Dibujaba el viento y el frío. También desiertos, llenos de montañas de arena, que se juntaba con otra arena y otras montañas. Allí no había barrios, ni casas ni personas.

 

Otros barrios eran mojados y frescos, aunque Dionisio dibujaba el calor, en sus casas, en sus calles y en sus personas.

 

Cuando los barrios eran mojados dibujaba los ríos que pasaban, que se cruzaban con otros ríos llenos de peces multicolores.

 

Luego dibujaba mares, que se encontraban con otros mares, y dentro de los mares muchos barcos con personas.

 

Cuando Dionisio se hizo viejito ya había dibujado el universo completo, desde adentro y desde afuera. Desde arriba y desde abajo.

 

Un día, se sentó en la puerta de su casa y sintió ganas de llorar. Ya no tenía más nada que dibujar. Ni historias que contar. Su cabeza se sintió un desierto lleno de frío y soledad.

 

Justo en ese momento, cuando sus ojos estaban por largar litros y litros de lágrimas, lágrimas que llegarían a unirse con los ríos y no pararían hasta llegar al mar, apareció el cartero con un morral colgado. Esos morrales que usan los carteros, arriba de toda la ropa de cartero.

 

Dentro del morral había muchos sobres y eligió uno. Miró el número de la casa, y luego miró los otros números de las otras casas. Volvió a mirar el sobre y se lo dio a Dionisio que había quedado sin palabras y temblando como el gobernador. Dentro había un papel, Dionisio lo leyó, letra por letra.

 

Las letras formaban palabras, las palabras oraciones, las oraciones un párrafo, y luego otro y otro más.

 

Cuando terminó de leer todo, se puso a llorar fuerte, bien fuerte, pero de felicidad. La carta era del nieto del gobernador, que también había vivido muchos años y ahora era el nuevo gobernador. Y había visto el dibujo de Dionisio cuando era niño. Cuando miraba siendo niño y dibujaba siendo niño, y pintaba los detalles.

 

Como Dionisio lloraba fuerte se convirtió en lágrima y luego en charco y se fue al río de su barrio mojado. Lo atravesó enterito, como en sus dibujos, y miró las casas y las personas, y volvió a imaginar todo de nuevo, cuando era Dionisio niño. Y llegó hasta el mar siendo lágrima, pero lágrima de felicidad de un Dionisio ya viejo.

 

Y seguía llorando aún convertido en lágrima, con mucha felicidad, como Dionisio viejo. Porque todos sus dibujos iban a llegar a las manos de los niños, y ellos iban a dibujar sus casas, y pensar sus historias, y en las casas iban a ver sus techos, sus manchas, sus heladeras con comida que iba a ser comida por personas. Y estas personas a vestir sus ropas con sus bolsillos llenos de cosas. Sus carteras con libros y los libros con letras. Carteras con maquillaje, peines, un gran monedero lleno de monedas y casi ningún billete.

 

O portafolios llenos de papeles con números desordenados y pipas, con restos de tabaco y humo lleno de tos. Humo que se hacía nube y formaba parte de cielo nublado. Y billeteras con muchos billetes y pocas monedas.

 

Niños que iban a recorrer los barrios, dibujando como Dionisio niño y Dionisio viejo. Barrios secos o mojados, coloridos o grises. Por calles o por ríos, dentro o arriba de las aguas hasta llegar al mar. Y juntarse con otros mares y desde allí en el horizonte, unirse con el cielo. Y entre todos ser muchos cielos. Cielos de todo el universo.

 

* Colaborador

 

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