Miércoles 01 de mayo 2024

Papá dragón

Redaccion Avances 06/08/2023 - 15.00.hs

En esta nueva entrega de la columna literaria de Caldenia, Gisela Colombo presenta un relato de un autor, narrador y poeta nacido en Buenos Aires. Este espacio abre sus puertas a las creaciones de escritores de todo el país.

 

Gisela Colombo *

 

Podría ser mar el borde del camino, podría ser espuma, pero es piedra y es sal. ¿Adónde voy, si todo es blanco? Blanco sobre blanco. Apenas está formándose el día y manejo. Falta mucho. Me refriego los ojos para sacarme el sueño y las chispas de luz me raspan los párpados. Así de seco todo. Como la sal del mar en la espuma.

 

Papá levantaba espuma de la arena. Soplaba y me mojaba la cara con copos de agua salada. El día en la ruta es una exhalación de fuego. El tablero marca cincuenta y dos grados en números flacos, luminosos, naranjas. Yo me refresco en la espuma imaginada.

 

No hay otros autos y llega a verse adelante una línea sinuosa de ripio. A veces subo, a veces bajo. Aparecen y desaparecen, en los tramos breves de asfalto, espejos de agua que plantan en el suelo un sol desvanecido. Me entretengo contando espejismos. Paso de la espuma a la marea replegada: pocitos de agua en el balneario de la infancia. En esos charcos, saltan y se reflejan siluetas desgarbadas. Ondulan como animalitos flacos, se trepan a sí mismas. Los chicos de la playa. Los chicos grandes de un verano en el que yo tuve seis años. Del único verano en el que tuve seis años.

 

Estaba sentado en los hombros de papá. Me dolían sus huesos fuertes. Como en el paisaje no hay nada: piedra blanca y gris, sal, yo puedo ver adelante la bruma que se estanca encima del mar. El mar de los seis años. Escucho los gritos de los chicos que juegan en la orilla. Son todo carreras, empujones, insultos. Desde arriba de papá, puedo verlos nadar recorriendo el muelle. Vuelven salados a la arena seca pidiendo que les digan cuál fue esa vez el tiempo, si pudieron romper sus propios récords.

 

Voy envuelto en cal, en luz de leche seca, blanco sobre blanco, me muevo en la ruta y trato de adivinar qué caras tenían entonces, qué caras tendrán ahora aquellos chicos de la playa.

 

No hay pájaros, ni nada parecido al azul en el cielo. Por primera vez desde que salí a la ruta, lloro. No aprendí un llanto adulto; uno que viniera después de que llorar fuera el modo natural de decir las cosas. Después de los seis años, llorar me cuesta. Por primera vez desde que el médico dijo: “Está fuera de nuestras manos. Es cuestión de tiempo”. El guión de un millón de actores secundarios; una escena de las telenovelas despintadas que veía mi abuela en su televisor de tubo. “Debería venir rápido. Pueden ser horas, pueden ser días. Está mal”.

 

No tengo un registro de las velocidades, pero eran rápidos los chicos de la playa. Sobre todo uno. Cada vez que le decían el tiempo, lo aplaudían. Él mismo se festejaba: “Soy el récord”.

 

Tengo sal mojada cerca de los ojos, tengo esa espuma; las chispas de mar que mi papá sopla desde sus manos enormes: juntas y en jarra ofrecidas igual que las ofrecen los bomberos o los santos o los superhéroes que ayudan a salir de abajo de un micro escolar a las víctimas de un villano.

 

“¿Qué es la espuma, papá?”. “La espuma es luz que se sopla”.

 

Encima de la arena y de la ruta aceitosa, las siluetas saltan los desniveles del camino, se empujan para zambullirse primero en el mar y nadan como si pudieran entender las reglas del juego que proponen las olas. Son chicos, no saben. Ni yo.

 

Desde arriba de los hombros de papá, agarrado a su pelo crespo, los admiro.

 

¿Qué cosas se dicen, qué palabras se pasan unos a otros como un frisbee?, ¿Qué los hace tan brillantes y atractivos, expuestos al agua y al sol, llenos de arena? Los admiro y me dan miedo. Mi papá no sabe que ahí está toda mi atención. Papá me sacude, inventa una torpeza: hacia atrás y hacia delante, me bambolea, me obliga a gritar, se divierte. Me gusta ser eso que soy para papá. Un juguete. Yo soy un chico de seis años y me doy cuenta. Soy algo distinto a esos otros que juegan en la arena. No quiero ser grande, quiero ser eso que soy con papá. Estar ahí arriba siempre.

 

“¿Qué es la espuma, papá?”. “La espuma es luz que se sopla”. Y la luz, toda la luz blanca y salada, es lo que levantan sus manos en jarra y me sopla en la cara.

 

¿Cómo es su voz cuando me habla? ¿Cómo era su voz cuando me hablaba? Todos en mi cabeza tenemos mi voz aquella tarde en la playa: él, los chicos grandes, el mar, la mujer que grita auxilio, los vendedores de helado, las gaviotas, yo.

 

Cuando me acuerde un día, este silencio del auto, esta ruta blanca, va a tener también mi voz: no hay recuerdos sin mí.

 

Hay una boca. Una mujer que grita auxilio. No hay ojos, ni nariz, ni nada más. Hay una boca de una mujer que grita auxilio con mi voz. Dice “ayuda”, pero yo digo “auxilio” y de ese grito hago que surja una mano larga que señala entre las olas un punto: uno de los chicos que antes jugaba en la orilla, diminuto ahora, hundido en el filo del mar, alejado, que insiste sin poder.

 

Tiene mi voz también ese chico, pero es mi voz cuando no se escucha. La voz que, del otro lado de la línea, le contestó al médico de telenovela que claro, que lo más pronto posible, que entendía y agradecía, que me iba a ocupar.

 

Los chicos de la playa dejan de moverse como si los envolviera una gelatina: no saben qué hacer con ese mar asesino, ese mar mandíbula. Cuando dejan de jugar y de empujarse, de saltar en la orilla, el sol ya es anaranjado y redondo como un pastel de zapallo y puedo ver desde el parabrisas que ya se estancó en el aire, antes de tocar el suelo, la bruma blanda que arrastraba el amanecer desde la noche. El blanco se fue y hay un horizonte. Manejo. Encima de sus hombros, mirando yo también el mar, puedo ver cómo la espuma se cristaliza y se hace tiesa, cómo, a mitad de las frases y en el aire, se hacen talco los gritos, se secan y los brazos que cuelgan siguen colgando, los que se apoyan alrededor de las cinturas ahí se quedan, quietos. Y, mientras la cabeza diminuta se hunde en el filo del mar, ninguna ola rompe en la orilla, ni se derrite ningún helado, ni nadie llega a besarse o a soltarse la mano.

 

Yo lo sé sin ver. Todo se frena y yo crezco. Es tan claro. Sé que se congelan todos los bostezos, las curvas de humo, deja de entibiarse el rubor en todas las mejillas. Y, en esa quietud, caigo de sus hombros al suelo. Lo único que se mueve son sus alas. Al principio apenas intuidas, poros rugosos abriendo bocas de pececitos en sus omóplatos. Después, la primera línea de plumas blancas y negras, los brazos de pronto estirados en cruz y los pies flotando arriba de la arena. Plumas y escamas celestes, verdes, doradas cubriendo las manos y la espalda, las piernas unidas en el latigazo de una cola afilada: desde el suelo, todavía maltrecho un poco, caído, yo puedo ver el vuelo rasante de su cuerpo de dragón sobre las olas; puedo verlo enhebrar los arcos y las rompientes, la espuma encrespada con un movimiento de tirabuzón, hasta el punto suplicante que se ahoga. En el último rato de mi vida de seis años, lo veo cruzar la ruta vacía, detrás del parabrisas, sobrevolar las ondulaciones del mar mientras todo lo demás en el mundo se queda quieto. Lo veo rescatar al chico con fauces delicadas; traerlo entre las alas y apoyarlo de espaldas en la arena.

 

“¿Ese es tu papá?”, me dicen todos con mi voz y señalan las escamas todavía brillantes y mojadas en su espalda.

 

“¿Es tu papá el que salvó a nuestro amigo?”. Y yo les contesto.

 

Él vuela a los acantilados de piedra que bordean la ruta, a su cueva de dragón. Y yo acelero.

 

(Del libro “Animales”, ed. Factotum, 2021)

 

 

Santiago Craig nació en Buenos Aires. Es narrador y poeta. En 2012, ganó el Premio Provincial de Poesía de Córdoba con su poemario Los juegos, publicado luego por la Universidad de esa misma ciudad. En 2017, publicó Las Tormentas, libro de relatos (Ed. Entropía) que fue uno de los cinco finalistas del Premio de Cuentos Gabriel García Márquez 2018 y obtuvo la primera mención en el Premio Nacional de Literatura. En 2018 publicó 27 maneras de enamorarse, su segundo libro de cuentos (Ed. Factotum). En 2020, publicó su primera novela: Castillos, por Editorial Entropía y se publicó la traducción al francés de su libro Las Tormentas, (Les Orages, Ed. Latinoir). En 2020, 27 maneras de enamorarse fue adaptado al teatro. Durante 2021, publicó el libro de relatos Animales (Ed.Factotum), que será editado próximamente en portugués y el libro-álbum infantil Un coso en colaboración con Pablo Bernasconi, por editorial Limonero (ganador del I Concurso internacional organizado de Libro Álbum SoyAutor). Dicta talleres de escritura desde 2015.

 

 

* Docente y escritora. Compiladora

 

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