Martes 30 de abril 2024

Un bandoneonista entre Pichuco, Bach y Chopin

Redaccion Avances 02/07/2023 - 06.00.hs

Cuando mi padre se sentaba a tocar el bandoneón en casa, ni el batifondo de una familia numerosa podía desconcentrarlo. El viejo se copaba con el fuelle entreverando a Pichuco y Salgán con Bach y Chopin.

 

Sergio Santesteban *

 

Por qué será que los humanos valoramos más lo que perdimos que lo que tenemos. La añoranza por aquello que ya no está, incluso parece crecer con el paso del tiempo, esa dimensión tan familiar y extraña a la vez que desde siempre desveló a historiadores, poetas y filósofos de café.

 

Marcel Proust nos dice en su monumental “En busca del tiempo perdido” que el olfato es el más evocativo de los cinco sentidos. Y da sus razones. Nos habla de la niñez, el hogar y el olor de las magdalenas. Y nos convence, como todo genio. Tengo para mí que los varones llevamos grabado a fuego el aroma de la primera novia, de ese amor furtivo de siesta adolescente. Ignoro qué les pasa a las mujeres y a los otros géneros; como todo hombre veterano, pudoroso ante las cosas del corazón, nunca pude hacer la pregunta.

 

Pero con el paso de los años y la entrada en la madurez -siempre el señor tiempo haciendo de las suyas- me viene sucediendo con la música lo que al bueno del Marcelito francés le pasaba con las fragancias. Como soy de escuchar música y de navegar con entusiasmo por las selecciones infinitas que nos ofrece internet, suelo empezar escuchando una cosa y al rato termino enganchado con algo muy distinto, seducido por las interminables listas de autores y compositores que Youtube pone a tiro de nuestra curiosidad.

 

Bach en bandoneón.

 

El otro día, sábado a la mañana, mientras remoloneaba en mi casa demorando el inicio de algunas tediosas labores domésticas, puse en la PC -conectada a dos parlantes que suenan bastante bien- “El clave bien temperado”, de J.S. Bach interpretado por un pianista italiano. Apenas sonaron las primeras notas me llegó a la mente la imagen de mi viejo tocando en su bandoneón las partituras de mis hermanas que estudiaban piano. Bach y Chopin eran sus preferidos.

 

Su música del alma siempre había sido el tango, y desde muy chico, apenas tuvo un bandoneón entre sus manos, el dos por cuatro lo enamoró para siempre. Pero en aquellos lejanos años de mi niñez y adolescencia que vinieron a mi memoria, los libros de estudio de mis hermanas obraron el milagro: el viejo se lanzó a tocar con el fuelle otras músicas, otros compositores bastante alejados de Pichuco, Federico, Piazzolla o Salgán.

 

Y ahí lo veíamos a Saúl, por lo general al mediodía, mientras la familia esperaba el llamado al almuerzo, tocando su bandoneón frente a las partituras, abstraído del mundo. Decía mamá que podía caer una bomba atómica en el barrio que el viejo ni se iba a enterar, tal era su concentración. Y su disfrute, me permito agregar yo ahora.

 

Pero entonces éramos chicos, estábamos en otra cosa y no apreciábamos aquella magia que sucedía en la casa en ese momento. No nos resultaba indiferente, por supuesto, pero desde la cuna habíamos escuchado esa voz del bandoneón, que formaba parte del paisaje sonoro hogareño y lo teníamos incorporado casi a nuestro ADN. Además éramos cinco hermanos ruidosos, discutidores, enfrascados en nuestras pequeñas vidas de colegio, amigos, deportes, “música progresiva”, increpándonos por las odiosas tareas de la casa que mamá trataba de distribuir con su vara justiciera. Y su temible zapatilla de plástico llegado el caso. Otros tiempos, otra pedagogía.

 

A cuatro dedos.

 

En medio de ese barullo a toda orquesta de familia numerosa, el viejo, sentado en el taburete del piano para poder acomodar y leer las partituras, le daba al fuelle con una pasión que hoy no puedo evocar sin que se me piante un lagrimón. También recuerdo su entusiasmo cuando dejaba de tocar y, ya sentados todos a la mesa, y con el mismo ruido de fondo del quinteto de voces juveniles, contaba las dificultades técnicas y el entrelazamiento genial de melodía y armonía de las fugas y preludios de Bach. Se había empecinado con la Fuga Nº1 y nos explicaba cómo se superponían cuatro voces melódicas que pasaban sucesivamente a convertirse en el soporte armónico, y las dificultades de tocar esa maravilla con el fuelle. Es que esas partituras habían sido pensadas y escritas para el clave, un instrumento de teclado que, al igual que el piano que nacería poco después, puede ser tocado con los cinco dedos de cada mano. En cambio el bandoneón solo permite el uso de cuatro dedos por mano. La diferencia hay que suplirla con destreza y sentido musical, porque hay notas del pentagrama que no pueden ser pulsadas, entonces hace falta arreglar la partitura para adaptarla a esa limitación anatómica del bandoneón frente al clave o al piano.

 

Todo esto fascinaba al viejo y se le notaba el entusiasmo que ponía tanto a la hora de ejecutar su instrumento como a la de explicar el asunto. Las notas que suprimía, nos contaba, correspondían a los bajos, a la línea armónica, una decisión lógica pues esa sustracción resultaba mucho menos notoria que si se la realizaba sobre los agudos de la melodía.

 

Además, cuando mencionaba a Bach inmediatamente nos hablaba del bandoneón, ese instrumento, también nacido en Alemania, que había tenido como destino inicial hacer las veces de pequeño órgano portátil, para las misas de campaña. Por eso, nos contaba el viejo, sonaba tan bien Bach en el bandoneón. Y ahí nomás, de paso, solía comentarnos de otro bandoneonista, muy admirado por él, Alejandro Barletta, que se había dedicado a interpretar a los clásicos. No me olvido de cómo quedó deslumbrado cuando fue a escuchar el concierto que Barletta dio en Santa Rosa en aquella época.

 

Chopin también.

 

El otro músico venerado y abordado por Saúl fue F. Chopin. Y al igual que Bach, a través de las partituras de mis hermanas pianistas. El polaco siempre aparecía en el repertorio sauliano, entreverado con Bach y, por supuesto, sus eternas preferencias tangueras.

 

Ahora que pasó tanto tiempo pienso en su devoción por la música y en cómo, a pesar de ejecutar un instrumento como el bandoneón que podría considerarse, a primera vista, limitado al tango o al folklore rural argentino, se dio permiso para saltar fronteras musicales y abordar repertorios de otras latitudes y otros tiempos sin prejuicios, sin achicarse pero sin faltarles el respeto; rindiéndoles tributo con sincera admiración.

 

Don Víctor, su padre, le había regalado el bandoneón cuando tenía doce años, un Doble A que lo acompañó toda la vida y que cuidó como el tesoro que era. A los catorce ya estaba integrando, con músicos bastante mayores que él, una orquesta típica de Intendente Alvear. Ese primer paso preludió una trayectoria que más tarde lo llevaría a una breve estancia en Buenos Aires para recalar finalmente en Santa Rosa. En esta ciudad asumió, en todas las formaciones tangueras por las que pasó, el rol de arreglador y “escribidor” de las partituras. Es cierto que no pudo tener en su pueblo natal una formación musical sólida, pero también que logró superar esa carencia de sus inicios con dedicación y una fuerte voluntad autodidacta, rasgos que le reconocieron aquellos que tocaron con él o lo escucharon.

 

Ritornello.

 

Vuelvo a la PC, saco a Bach y pongo a Chopin. Esta vez el pianista es polaco, como el compositor. Pero en mi mente no aparece otra cosa que el viejo, sentado en el taburete, acunando el bandoneón entre sus manos, con los ojos cerrados, olvidándose por un momento del periodismo, la dictadura, la cuenta del almacén y el quinteto de voces que arremete con tutti.

 

* Colaborador

 

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