Caminamos y corrimos y ahora nos transportan
Señor Director:
Se me hacía difícil el título para esta columna, nacida de la reflexión subsiguiente a algunas lecturas de fin de semana. Se verá por qué.
Creo que los de mi generación y de varias más recuperamos el asombro en el pasado siglo, luego de la ufanía de algunas religiones y del positivismo. Cuando tenía tres o cuatro años, mi primer asombro fue un señor Alejandro Cortina, a quien veía encerrado en un cuartito de su casa (vecina a la mía). Manejaba un extraño aparato y tenía objetos aplicados a sus oídos. Como viera que me había convertido en su público tenaz, me hizo pasar, me puso los auriculares y dijo que escuchara. Escuché descargas como de tormenta, pero él me dijo que siguiera escuchando. Entonces escuché una música, perturbada por lo que luego supe que debía llamar ruidos estáticos. Me dijo que esa música y esas voces se producían en Buenos Aires y que llegaban por el aire. Su aparato las atrapaba y permitía escucharlas. Andando el tiempo la radio fue un aparato que se integró a mi vida. Incluso cuando, ya con 16 o 17 años me había iniciado en el periodismo, se convirtió en un auxiliar para llenar de noticias no locales las páginas de La Capital, un diario que llegó a ser demasiado tempranamente de mi responsabilidad poco menos que exclusiva en lo periodístico.
Cuento esto como introducción a lo que motiva esta nota. Debo agregar todavía que mi infancia tuvo todos los asombros propios de esa etapa, pero ahora hablo de los que no conocieron quienes me precedieron. La radio era una maravilla porque tenía algo que escapaba a la comprensión del niño y de la generalidad de los mayores: cómo esa música que se hacía en Bs. Aires, y esas voces, podían ser escuchadas aquí, al mismo tiempo. Algo no funcaba, pues mi voz, por mucho que gritase, no llegaba mucho más allá de los cien metros. El teléfono llegaba lejos, pero había un hilo entre las dos puntas, aunque esto no era tampoco muy convincente. Algo estaba cambiando en el mundo o algo nos estaba siendo revelado. Tuve explicaciones de mayores, en la escuela, la primaria y la media. Pero mi asombro persistió tenazmente, quizás porque mi especie se había formado una idea de sí misma y de su ambiente que ahora estaba siendo alterada. Hoy manejo mi computadora y he conocido la aviación, la televisión, los viajes al espacio exterior, y sigo teniendo un lugar para el asombro y también para la inquietud.
Voy al tema del día. Lo da Adrián Paenza, apenas regresado de un viaje a EE.UU. y de asistir a congresos científicos. Cuenta, en Página/12, que en Long Beach, el 3 de marzo pasado, vio un riñón humano creado por medio de una impresora tridimensional (ella misma una novedad) que usa, en vez de tinta, células. Ante la imagen del riñón enfermo de una persona, la máquina comienza su faena y va elaborando la réplica sana, que puede luego ser trasplantada al enfermo. El investigador que presentaba la asombrosa novedad advertía que el perfeccionamiento llevará todavía algunos años, pero que, llegado el momento, se estará en condiciones de abastecer la creciente demanda de órganos para trasplante. Y para alargar la vida del hombre en condiciones de salud y capacidad de desempeño. Paenza es competente y creíble.
Me inclino por dar crédito a la novedad que llega desde fuentes confiables, pero no es mi terreno. Mi terreno es, hoy, el del asombro. De mi inagotable capacidad de asombro, originada en la inagotable generación de un tipo de novedad que no gira sobre sucesos dados en lo conocido, sino que, además de avanzar sobre lo desconocido, revela que estamos en un universo que quizás nunca terminaremos de entender. Desde el lado filosófico, me plantea una pregunta que creo que estaba larvada en el chico que conoció don Alejandro en el momento de colocarse los audífonos y que desde entonces no me ha dado respiro: cómo es el mundo, cómo es todo esto. Estoy seguro que la ignorancia tiene largo porvenir.
Atentamente:
JOTAVE
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