Miércoles 01 de mayo 2024

Cuatro de yararás

Redaccion Avances 18/09/2022 - 00.01.hs

Entre los pampeanos la víbora yarará es sinónimo de serpiente venenosa y de cuidado, con presencia bastante frecuente en nuestros campos. Lo que sigue son cuatro episodios, reales, que el autor de la nota conociera por sus protagonistas.

 

Walter Cazenave *

 

En los desiertos de Limay Mahuida el mes de octubre anticipa los calores del verano. Por eso Jorge Tullio y Edgar Cuevas, después de haber transitado arenales y huellas de soledad, avizorando el remoto pasado geológico uno y el otro cuidando de no volcar ni encajar el vehículo –cada uno en lo suyo pero los dos evocando un tiempo de agua y bañados en el río seco– habían hecho un alto en la tarea bajo la exigua sombra de un caldén, para concretar el churrasco de las doce, apenas matizado con el tinto de rigor. Después, repechando la siesta y con las puertas abiertas a la escasa brisa del mediodía, cayeron en un sopor parecido al sueño.

 

Ninguno de los dos advirtió la cinta gris que se acercaba al estribo del vehículo, arrimado a un borde del terreno. Acaso buscando una sombra la víbora alzó la cabeza triangular y escamada y lentamente, “como caminando por dentro de su cuerpo”, se escurrió en el piso del vehículo primero y debajo del asiento después. Enroscado, aunque alerta, el ofidio se aletargó un tanto dentro del relativo frescor del habitáculo.

 

Un rato después los dos pasajeros, ya con el sol descendido del cenit, emprendieron el largo regreso a la ciudad en busca del descanso que reclama una semana de andanza por el desierto. Cuando llegaron entregaron la camioneta para la limpieza y el servicio mecánico y marcharon a sus casas.

 

El salto hacia atrás que dio el encargado de mantenimiento del vehículo fue instintivo, y estuvo cerca de los dos metros. Cercana a su mano vio con claridad la lengua bífida que asomaba; a su miedo se le antojó que estaba adyacente a su persona. Su grito, más que fuerza tuvo tal intensidad que sus compañeros acudieron de inmediato; la víbora, en posición de ataque, estaba arrollada junto a la pedalera del vehículo. Las manchas alternadas que ondeaban en su lomo la identificaban sin duda alguna: era una yarará.

 

El querosén rociado con aire comprimido obligó al animal a desplegarse; tenía, claro, su destino sellado. Un largo palo la depositó en el suelo y un golpe en la cabeza dado con un hierro (por las dudas, esperaban otros) la mató en seguida. Supuestos y creencias de antaño hicieron que le cortaran la cabeza con una pala y la enterraran a una profundidad considerable.

 

Al conocer el episodio Cuevas y Tullio, después de superar una palidez evidente y comprensible, prefirieron tomarlo en broma. Por encima de lo acontecido se imponía el hecho de que habían viajado más de trescientos kilómetros en la inmediata compañía de una víbora agresiva y altamente venenosa.

 

Gracias al frío.

 

Chacho Salotti avivó las brazas del fogón y, mientras mateaba, puso el café a calentar en la cocina. No lo sorprendió el frío mañanero porque toda la noche, suave pero constante, había soplado el viento, aunque la primavera estaba avanzada. Acaso –se dijo– hubiera provocado una helada tardía.

 

–Lluvia por allá lejos– pensó mientras ensillaba y montaba el nochero sujeto en el palenque del guardapatio. Se acomodó en el recado y salió a hacer la recorrida diaria.

 

Como todos los días, tempranito, Salotti recorría su campo de Bajo de Pincén; la primavera se insinuaba en una mañana luminosa, lo era más por el inesperado viento, llevando nubes y trayendo frío. El aire ceñía la cara del hombre que marchaba al paso de su caballo.

 

El sol que subía en el horizonte todavía no alcanzaba a disipar la casi helada de la noche pero los primeros pájaros se hacían escuchar. Vio un zorro mañanero que cruzaba el campo, prudentemente lejos del hombre.

 

La mañana campera le presentó el primer problema: un alambrado flojo. Desmontó despacio, ató el caballo en un poste y, buscando la llave california, hizo los ajustes correspondientes. Después dio un paso atrás para ver la perspectiva de los seis hilos de acero que hacían punta hacia el horizonte.

 

Ya más tranquilo y pensando en la novedad que tendría para la mesa del almuerzo, se quedó inmóvil mientras un repelús le recorría la espalda: a escasos cincuenta centímetros delante de su pie, medio estirada entre el pasto bajo, se movía muy lentamente una víbora yarará, inconfundible en sus dibujos grises y amariposados. En un instante Salotti comprendió el por qué de la lentitud y pasividad del animal: tras haber abandonado su refugio con los primeros calores de la época, la cuasi helada de la noche anterior la había sorprendido a la intemperie, inhibiendo su sangre fría.

 

Chacho no vaciló; descolgó el rebenque que colgaba de su cuchillo, en la cintura y con la fuerza del susto la mató de un talerazo en la cabeza. La víbora quedó muerta al instante. Era un ofidio más que mediano y merecía el miedo que le había inspirado. 

 

El hombre vio una varilla de alambrado suelta y empezó a moverse para buscarla y trasladar a la culebra.

 

No alcanzó a dar un paso y quedó rígido, inmovilizado por el miedo, ahora lisa y llanamente terror, que subió a lo largo de espalda en una punzada perceptible y fría: a una cuarta de su pie derecho había otra yarará, mucho mayor que la otra; la más grande que había visto en su vida. La cabeza tenía el tamaño de la mano de un adulto y las mariposas del dibujo aparecían como crecidas en el lomo, con un largo que superaba el metro, en parte grueso como el brazo de un adulto. Apenas si se movía, también atontada por el frío. Pensó en la cantidad de veneno que podía inocular en el momento, recién salida del invierno, como estaba. Gotas de traspiración empezaron a caer desde su frente incrementadas por recuerdos instantáneos de cuentos y charlas de fogón y el comentario de un hachador veterano acerca de que no era raro que anduvieran de a dos. Pero de semejante tamaño…

 

Con infinita precaución el hombre alejó su pierna y temiendo que se retrajera y pasara al ataque, se ubicó a un par de metros. La víbora, entumecida, siguió inmóvil.

 

Salotti, pese a la flojedad en sus piernas, utilizando la varilla larga, la golpeó hasta matarla. Cuando el animal trató de adoptar una postura de ataque ya tenía el espinazo partido.

 

Al notar que disminuían los latidos de su corazón montó nuevamente y emprendió el regreso a la casa; el almuerzo chico –se dijo– adelantaría en mucho él con el susto grande. De a poco fue hilando el relato del incidente que sin duda sería comentario y referencia por mucho tiempo.

 

Después, pensó, llevaría las dos víboras para que las viera el maestro de la escuela, que solía interesarse y escribir sobre esas cosas.

 

Más calmado emprendió un galope corto, como para sacarse definitivamente el miedo. También, concluyó estremecido, que el frío lo había salvado.

 

Payé.

 

Un cuento del narrador correntino Velmiro Ayala Gauna trajo de mi memoria un suceso que me relatara Edgar Morisoli, hace mucho tiempo. Había ocurrido durante el ejercicio de su profesión –agrimensor– en un lugar de la provincia de Entre Ríos.

 

Se trataba de medir y relevar un humedal, pleno de pastizales, por el que cruzaba una ruta asfaltada. El campamento cercano, que habían levantado en un limpión elevado, les permitía iniciar una labor temprana. Como era de presumir –y también de comprobar– en el humedal, reseco por ese otoño, abundaban las víboras yarará, por lo que la empresa había provisto a los operarios de botas altas, preventivas de cualquier ataque con la consiguiente y peligrosa picadura en las piernas.

 

–Una idea de la abundancia de serpientes– decía Edgar– la daba el hecho de que todas las mañanas, cuando íbamos a trabajar, en la ruta y aplastadas por el tránsito, había no menos de seis o siete víboras. La deducción que se imponía era espeluznante: si esas eran las muertas cuántas otras habrían cruzado sin ser afectadas por el tránsito nocturno, que no era muy intenso…

 

Lo cierto es que, dotados de las consabidas botas altas, allá marchaban todos los agrimensores, peones y mireros que hacían al trabajo. Todos menos el correntino Sosa que oficiaba de baqueano y rechazaba aquel tipo de calzado… ¿la causa?

 

–Yo tengo un payé poderoso, un San Lamuerte que me protege– decía señalando un bultito insertado debajo de la piel del brazo.

 

–Uno se imaginaba que la picadura era cuestión de tiempo y probabilidad; incluso teníamos suero antiofídico– agregaba Edgar– pero sí, el San Lamuerte debió cumplir con lo suyo porque terminamos el trabajo y Sosa salió indemne.

 

Ecología.

 

Don Martín Fernández, resero todavía a los setenta y cuatro años, escuchaba y asentía. Lo hicimos terciar en la charla.

 

–Y usted, don Martín, ¿nunca tuvo problemas con las víboras en tantos años de huella...?–.

 

El paisano abrió los ojos ingenuamente, como acostumbraba siempre al esbozar un relato, y dijo: –Nunca, che. Una sola vez, que me acuerde, al dispertarme al amanecer me encontré con que al lado tenía dormida una yarará grandota, más o menos del tamaño de la que contaban. Aparté las mantas despacito y me puse de pie...

 

–¿La mató allí nomás?

 

–¿Por qué?; el animalito no me había hecho nada. Mientras encendía el fuego la dejé que se fuera...

 

¿El canto de la serpiente?

 

Cuarenta años atrás fui maestro en una solitaria escuela rural, en el paraje Bajo de la Pala. Después del día solitario, transcurrido entre lecturas, alguna andanza por el caldenar viejo y la sola alegría de los chicos que venían a clase con el ansia de entretenerse y saber (a menudo también de comer algo), caían esos lentos atardeceres de los campos estremecidos por la oración, con su intensa e inefable carga de nostalgias y pensamientos.

 

Después la noche. La oscuridad cargada de ruidos sugestivos y apagados, luces malas y recuerdos de sucedidos en referencias y recuerdos, meditaciones de los por qué... Junto a los sonidos más o menos acostumbrados, el cantar de algún ave nocturna, una más en mi desconocimiento, hasta que despertaba con la luz del nuevo amanecer.

 

Tengo para mí, para mi recuerdo, que entre aquellos sonidos nocturnos había alguno muy extraño, menos frecuente, desconocido en absoluto. Evoco esos tiempos –esas noches más bien– y la memoria se me hace intensa después de haber leído una estremecedora crónica de un, para mí desconocido Hidalgo Reyes, que describe experiencias con esa clase de víboras, varias de ellas vividas en su condición de hachero en los montes de La Pampa. La más extraña se refiere al extraño gorjeo, desconocido, que percibiera una noche desde su toldo.

 

Al día siguiente otro hachador, veterano de los caldenares, le habló de lluvias intensas; las preanunciaba –dijo– el canto pajaril del yarará. Cuando preguntó, sorprendido, cómo era eso, la voz reminiscente y mesurada del hombre, le respondió que en vísperas de la tormenta la yarará emite un sonido extraño, ajeno, asimilable acaso al de algún ave.

 

En lo personal la lectura de esa referencia me volvió a una de aquellas noches en el Bajo de la Pala, pletórica de sonidos extraños ¿figuraría entre ellos, y más allá de mi imaginación, ese tan atemorizante como difícil de creer canto de la serpiente, abundante en la zona, por otra parte?

 

En la siguiente jornada recuerdo que llovió toda la noche.

 

* Geógrafo. Colaborador.

 

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