Domingo 21 de abril 2024

Basura en la tormenta

Redacción 22/12/2023 - 01.17.hs

El Presidente niega el cambio climático: “Es un invento” dice. A él y a sus perros no les llueve. Visita Bahía Blanca y sugiere: “Que se arreglen solos”. Pero la tormenta mata, lastima y destruye.

 

POR ADRIAN ABONIZIO

 

La tormenta y viento que por tener nombres de criaturas parecerían menos dañinas. El Niño, la Niña, potenciadas por los desequilibrios ambientales. Una locura… ¿Hijos de quién? ¿De qué dioses poderosos han salido para tumbar lo que encuentran a su paso? El Presidente niega el cambio climático: “Es un invento” dice. A él y a sus perros no les llueve. Visita Bahía Blanca y sugiere: “Que se arreglen solos”. Pero la tormenta mata, lastima, destruye y nos deja sobre las veredas húmedas –la mejor de las veces– flores arrancadas a los paraísos, resaca de los plátanos, basura increíble que estaba amontonada en las canaletas y propagandas de supermercados. Hace algunos años fuimos con mi hijo a colaborar en una campaña de limpieza del rio Paraná: aprovechamos la bajante y en grandes bolsones plásticos negros que parecían las mortuorias que los necios dejaban durante la pandemia a las puertas de la Casa Rosada, limpiamos cuanto pudimos, a veces escarbando en el barro porque ciertos sobrantes de la civilización, como envases y botellas, se suelen encajar allí debajo del limo, como cascarudos. Mi sorpresa provino de una bolsa de leche cuya fecha era… ¡de 1983! Imaginé entonces aquellos años, el Alfonsinato y mi juventud. Se lo mostré a mi hijo, que lo contempló como quien observa un fósil o un raro animal moribundo. Aún tengo esa bolsita en mi estudio, seca, colgando de una tanza como una obra de arte conceptual, inerte y provocadora: había sobrevivido allí abajo de la arena y el barro por más de 35 años sin degradarse y parecía sonreír desde su atalaya de arte conceptual y de denuncia. La separé, la sequé al sol y ahí esta: una bolsita de leche, producida en democracia cuando aún rondaban los gobiernos otros animales de carroña, maquillados de negro, armados, disparando a veces contra nosotros. Un poco como ahora, agazapados. Evito mirar esa bolsa pero la quiero conservar. No todos los días se encuentra un ser prehistórico depredador e inmortal. Un Alien metido en nuestro cuerpo de animal de río.

 

Festejos con lluvia.

 

Contra todos los pronósticos, la final del campeonato 2023 se jugó entre Canayas y Calamares, allá en Santiago del Estero, alejada de la brillantez de equipos grandes y poderosos. Opacó la jornada una triste caravana de aliados leprosos yendo a ver perder a su adversario de siempre hasta esas latitudes de calor. Viajaron 800 kilómetros para alentar lo que suponían sería una fiesta que se mutó en una misa fúnebre para ellos y volvieron sin nada, sabedores de que de nada vale contraponerse al Supremo Destino. Poco hay para decirles –y menos aún con la Copa en la mano– pero reconozco que algo de tontera y también de épica tienen ese gesto, donde se gasta tiempo, nafta y corazón. Va hacia ellos mi saludo, sin sorna alguna. Mientras el mundo se derrite y los auriazules no tuvimos tiempo de festejo alguno, ya que el lunes se nos vino encima de nuevo con llovizna y precios altos. Rescato un gesto simple y extraordinario: un chico amigo, al verme cargando el líquido de plata que salía de las mangueras, se me acercó y saludándome por el nuevo podio centralista me susurró: “No te vayas, que allá donde está la máquina de aire te guardé un bidón con diez litros de Súper antes de que aumente… para que tengas”. Creo que de estos actos nos tendremos que nutrir en los tiempos de furia y vendaval que se nos vienen encima: confraternizar con los que necesitan, hablar, dialogar sin enconos y estar más atentos que nunca a las necesidades de los demás. En este vendaval, el que no se torna generoso se extingue. Como especie reconozco estamos condenados, pero hagamos algo bueno antes de irnos en algunos miles o cientos de años. Aquí en Argentina donde el tiempo te arrolla, la gimnasia del amor se debe mantener intacta pese a las temporadas de viento arrasador. Entonces hice lo que me pareció: dividí esos litros con otros pibes repartidores en sus motos y me sentí extrañamente feliz, como si compartiera un poco de agua en las trincheras. Hay balas zumbando, pero habrá que morir con dignidad. Sé que no alcanza, pero hay que practicar todos los días.

 

La vieja está en la cueva.

 

“Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”. Ya no se oyen estos cánticos de aquelarre desesperado y feliz por el torrente que lava, cura y barre. Recuerdo un cuadrito de Mafalda que cantaba esto hasta que se encontró con una mendiga bajo la lluvia. Al tipo le pasa lo mismo, pero en la zona sur: los carros tiran y sus jamelgos apaleados empujan para salir del torrente. Se detiene con el auto y le da una mano al moreno que no puede creer que un señor bajado del Audi esté pechando con él hasta que el caballo sale del barro. El agua revela quiénes somos: en la alcantarilla se alcanza a divisar un papel de chocolate, un tampón, botellas plásticas, papeles de diario y un sinfín de coloridos papeluchos finales de la civilización bárbara. En eso está, en esa contemplación del abandono cuando un bocinazo lo sacude, pues se ha puesto a filosofar frente a un semáforo y la gente enloquecida no soporta perder un segundo más frente al verde que les da paso y les asegura pertenecer a un territorio exangüe, mojado y sucio.

 

La ruta a Córdoba se transforma de pronto y en plena noche en una postal de maldición bíblica: la lluvia que arrasa con vientos cruzados ha hecho despertar de su letargo a miles de ranitas del tamaño de una hoja. Cruzan el asfalto saltando y son apretadas por las ruedas, despanzurradas por los limpiaparabrisas, engullidas por camiones. Es una matanza ingenua en plena oscuridad: se siente impune, pues es la única vez desde que dejó de ser niño que puede asesinar animalitos sin remordimientos. La lluvia, el bendito viento de las tormentas, vuelve cualquier acto invisible. “Es un daño colateral”, como dicen los fabricantes de guerra al referirse a muertes civiles –se oye pensar. Cada ranita es un iraquí, un sirio infante, un palestino, un jovencito israelí obligado a ir al frente. Detiene entonces el coche bajo un puente y espera que todo amaine. Una ranita lo observa tras el vidrio. Él desvía la mirada.

 

* abonizio@gmail.com

 

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