Martes 23 de abril 2024

Cuéntame tu secreto

Redacción 29/01/2023 - 11.57.hs

El escándalo se inició, como casi siempre, alrededor de Donald Trump. Una investigación de varios meses logró determinar que el ex presidente norteamericano se había llevado cientos de documentos públicos "clasificados" a su residencia en Florida, un imponente villorrio donde el hombre naranja invirtió cientos de millones de dólares para perfeccionar su mal gusto. Le sirvió incluso para ponerse en víctima, porque para recuperar esos documentos fue necesario un allanamiento. Se esperaba que en éste, como en tantos otros temas, Trump optara por la extravagancia y el desprecio por las leyes. Pero poner en peligro la seguridad nacional, eso ya es otra cosa.

 

Tú también.

 

Esa no era, ni por lejos, la única ni la más grave de las investigaciones penales que involucran al ex mandatario republicano, que la tiene bastante más complicada con el problema de sus finanzas y su (no) pago de impuestos (un ex contador suyo ya está preso por este motivo) y con su rol en la sedición del 6 de enero de 2020.

 

Pero ahora resulta que también el actual presidente Joe Biden tenía documentos clasificados en su casa de Delaware. El "somnoliento" Joe fue el primero en demostrar sorpresa ante la noticia, y hay que reconocerle que al menos -a diferencia de su predecesor- hizo entrega voluntaria de esos documentos, que databan de la época en que era vicepresidente.

 

Al modo de una tragedia de Shakespeare (¿Tú también, Bruto?) luego se supo que el ex vice de Trump, Mike Pence, también se había llevado unos cuantos papeles confidenciales a su residencia particular, lo cual ya no causó ninguna sorpresa, excepto por el dato de que Pence cultivara de algún modo el hábito de la lectura.

 

De modo que el tema ya da para risa, incluso si se trata de una epidemia, al punto que el Archivo Nacional optó por tomar la medida de requerir de los ex presidentes y vices que revisen sus colecciones de papeles "por las dudas".

 

Exceso

 

Al cabo parece que la novedad no es tal, y de hecho, es casi rutinario que funcionarios y ex funcionarios de EEUU devuelvan documentos clasificados que encuentran en su posesión. El problema es que el gobierno le otorga carácter de confidencial a unos 50 millones de documentos por año, y resulta difícil, si no imposible, controlarlos todo el tiempo. Muchos de esos papeles se pierden y aparecen años después, en tanto algunos otros andan por ahí en algún limbo burocrático.

 

Teóricamente el recurso de "clasificar" los papeles públicos tiene como finalidad proteger la identidad de espías o informantes, los cables diplomáticos, los planes de guerra. Es una atribución del presidente, pero existe una larga cadena de delegaciones, y los funcionarios de menor rango tienen por costumbre poner el sello de "top secret" prácticamente a todo lo que pasa por sus manos. Temen perder el trabajo si se descubre que omitieron cumplir con este deber, y algún papiro importante cae en manos del enemigo.

 

Hay expertos que estiman que, en realidad, sólo uno de cada diez de esos documentos realmente merece entrar en esa categoría. Por ejemplo, entre los cables que entregó la soldado Chelsea Manning a Wikileaks, se encontraba un ensayo sobre las costumbres y rituales que se observan durante las bodas en la región rusa de Dagestan, información que, desde luego, cualquiera puede obtener en internet, sin esfuerzo alguno. Y por esa filtración (entre otras, claro está) Manning debió cumplir una sentencia de varios años de prisión.

 

Esa costumbre de secretismo ha servido para fomentar todo tipo de teorías conspirativas, como lo ocurrido con el asesinato de John Kennedy, donde la documentación que dio base al informe de la Comisión Warren recién fue desclasificada el año pasado, y aunque tardarán meses o años en analizar todo ese papelerío, los expertos no albergan esperanzas de encontrar nada nuevo ni revelador.

 

República.

 

La verdad es que esta epidemia de ocultamiento resulta ser antitética con el sistema republicano, que precisamente se basa en la publicidad de los actos de gobierno, como requisito indispensable para que los ciudadanos y los periodistas puedan evaluar la conducta de sus funcionarios.

 

En rigor, si a Manning o al pobre Julian Assange los condenaron a prisión poco menos que de por vida, la conducta de los funcionarios que se llevan esos papeles a su casa debería ser tratada con el mismo rigor, incluso mayor todavía.

 

Mientras tanto, esta verdadera "omertá" burocrática no hace más que tentar a los buscadores de secretos, formales e informales, hackers o enquistados en el sistema, que pasan así a transformarse en los Robin Hood de la información moderna. Como los muchachos de Wikileaks, que le entregaron los cables de la Embajada de EEUU en Buenos Aires a Santiago O'Donnell, en los que, sin ir más lejos, encontramos la lista completa de los visitantes frecuentes de la política local, y sus diálogos con los diplomáticos yanquis.

 

Cada ciudadano debería leer esa obra ("Argenleaks") para enterarse de la manga de cipayos que pululan en los partidos políticos, chupamedias descarados y estómagos resfriados, siempre dispuestos a congraciarse con el "gran país del norte". El lector está invitado: varios de esos personajes siniestros ya se perfilan como candidatos a presidente para las elecciones de este año.

 

PETRONIO

 

' '

¿Querés recibir notificaciones de alertas?