El papelonero de Quintana
Cada vez que un presidente argentino ensaya la vieja pose genuflexa, y traste al norte, ata los destinos del país a los intereses y deseos de una potencia extranjera -como dicen las malas lenguas viene ocurriendo por estas semanas- se califica la situación como "inaudita" y se recuerdan esas lindas palabras muertas que la Constitución Nacional les dedica a los "infames traidores a la Patria". Lo de inaudito (es decir, nunca oído) es en realidad una exageración, producto de la mala memoria. Y si no, ahí lo tienen a Manuel Pedro Quintana, hoy residente VIP de la Recoleta, quien fuera presidente argentino entre 1904 y 1906.
Prosapia.
Aunque por sus venas corría algo de sangre guaraní -detalle que se esforzaba en ocultar- el amigo Quintana nació en cuna de prosapia. Algunos apellidos de su madre, doña María Manuela Bernardina Sáenz de Gaona y Álzaga, lo colocaban cómodamente como integrante de lo que su contemporáneo Domingo Sarmiento denominaba "la oligarquía con olor a bosta".
No es de extrañar, entonces, que bien de joven, y recién recibido de abogado, comenzara a militar en el mitrismo, que no sólo representaba los intereses de los hacendados, sino que equivalía a un pasaporte seguro hacia las mullidas posiciones de poder. Y la verdad es que, como todos los liberales argentinos, se pasó la vida ocupando cargos públicos de alta autoridad. Lo cual no le impedía, desde luego, cultivar su quinta privada, tanto como latifundista, como en su profesión liberal, atendiendo a clientes bien gordos.
Y fue así que en 1876, mientras nuestro Manolo ocupaba una aburrida banca en el Senado de la Nación -premio consuelo luego de haber perdido las elecciones presidenciales a manos del tucumano Nicolás Avellaneda- se le planteó un dilema digno de un personaje de Homero, o de Goethe. ¿Adivina el lector qué intereses privilegió nuestro héroe?
Rosario.
El conflicto se originó, tan luego, en un lugar caro a los sentimientos de Quintana, la ciudad santafesina de Rosario, a la que unos años antes había propuesto para ser Capital Federal. Su proyecto de ley -opuesto a la idea de su líder don Bartolo Mitre- logró la aprobación del Congreso en 1862, pero fue fulminado por un veto del Poder Ejecutivo.
El gobernador santafesino Servando Bayo impulsó una ley que obligaba a los bancos con actuación en su distrito, a convertir en oro la moneda que emitía la provincia (aclaremos que esto de acuñar moneda era una facultad legítima -no delegada- de las provincias argentinas, y que el sistema monetario se basaba entonces en el patrón oro). La idea no le gustó al británico Banco de Londres, que desacató la nueva ley, ante lo cual el brioso gobernador dispuso la intervención de la sucursal de ese banco en Rosario, y el encarcelamiento de su gerente.
Quintana se enteró de la novedad mientras dormía la siesta en su banca de senador, y recordó de pronto que el Banco de Londres era cliente suyo. Cuando reaccionó, presentó su renuncia "por razones de salud" al Senado, y se tomó los vientos con rumbo a la capital británica. Por lo visto, cumplir con la voluntad popular no estaba entre sus prioridades, y para el caso, las elecciones de por entonces eran todas fraudulentas, así que tampoco era cuestión de exagerar.
Una vez en Londres, este hombre de Derecho le propuso al gobierno de Su Majestad Victoria que enviara una cañonera al puerto de Rosario, amenazando con bombardear la ciudad si no se daba marcha atrás con la intervención de la sucursal y la prisión del gerente. Lo que se dice, un hábeas corpus un tanto heterodoxo.
Papelón.
Haciendo corta una historia larga, la cañonera efectivamente hizo todo el viaje para "persuadir" al gobierno santafesino, pero la maniobra fue abortada por la decidida actitud del entonces ministro del Interior, Bernardo de Irigoyen. Así lo cuenta Alberto González Arzac, basándose en el testimonio de Estanislao Zeballos: "Apenas el abogado Manuel Quintana anunció en forma intimidatoria la presencia de una cañonera inglesa en el puerto de Rosario, el canciller, con digna reacción, se puso de pie y se negó a continuar hasta que Quintana se retirase del despacho, no aceptando que un argentino fuese portavoz de una intimidatoria extranjera. La enérgica posición de Bernardo de Irigoyen, ministro de Relaciones Internacionales del presidente Nicolás Avellaneda detuvo la acción bélica".
El biógrafo califica el episodio como un "papelón", casi bajándole el precio. "Papelón" es cuando uno se resbala en smoking bailando el minué. Lo que hizo Quintana fue "tomar las armas contra la Patria", o "unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro", delito que está previsto en el artículo 119 de la Constitución, y penado hasta con reclusión perpetua en el Código Penal. Por hechos parecidos fue fusilado el héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers.
Lejos de eso, y como entre bueyes no hay cornadas, don Quintana pudo continuar lo más tranquilo con su carrera política, hasta llegar finalmente -tras una componenda en la interna entre Roca y Pellegrini- a la presidencia de la Nación en 1904, que debió abandonar dos años después por disposición de la parca.
Y su fortuna lo acompañó post-mortem, ya que no debe haber ciudad importante del país que no le haya puesto el nombre de este gusano traidor a alguna calle, como ocurre con Santa Rosa y -créase o no- con la ciudad de Rosario a la que se propuso borrar del mapa a cañonazo limpio.
Si los concejales estudiaran un poco de historia, probablemente esta calle también terminaría cambiando el nombre, como ocurrió con el padrino de Quintana, el inefable Julio Roca. Pero claro, algunos concejales santarroseños son medio Quintanas: no tienen ningún problema en unirse en armas a los intereses foráneos y entregarles la ciudad para que la arrasen.
PETRONIO
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