Un paso más hacia una dictadura de baja intensidad
En el nuevo departamento de la Federal estarán los espías infiltrados en las organizaciones sociales. El plan para un ciberpatrullaje masivo sin control judicial.
Por Ricardo Ragendorfer*
En primer lugar, un interrogante histórico: ¿En qué momento empezó realmente la última dictadura cívico-militar?
Era el 6 de octubre de 1975 cuando el presidente provisional del Senado, Italo Luder, en ejercicio del Poder Ejecutivo por licencia médica de su titular, María Estela Martínez de Perón, recibió en la Casa Rosada a los comandantes de las Fuerzas Armadas, Jorge Videla, Emilio Massera y Héctor Fautario. El día anterior, la organización Montoneros había atacado el Regimiento 29 de Infantería de Monte, en Formosa. Una gran ocasión para que, ya durante la mañana de aquel lunes, Luder se viera obligado a estampar su firma en unas hojas prolijamente mecanografiadas que Videla le puso ante la nariz.
Así nacieron los célebres decretos 2770 y 2771 (de “aniquilamiento”) que extendían a todo el territorio nacional las facultades represivas ilimitadas que los militares tuvieron en Tucumán durante el “Operativo Independencia” contra el foco rural del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Aquel trámite bastó para que toda la denominada “violencia legítima del Estado” -con su estructura correspondiente- quedara en sus manos. El poder había pasado sin escalas al Edificio Libertador. De modo que lo ocurrido el 24 de marzo del año siguiente no fue más que otra mudanza de los uniformados, esta vez sólo para fijar domicilio en la Casa Rosada. Ya se sabe que aquella pesadilla duró casi ocho años.
En este punto bien vale retroceder a 1852, cuando alguien (cuyo nombre se mantendrá en reserva para evitar suspicacias) introdujo en un libro titulado El 18 brumario de Luis Bonaparte la creencia de que las grandes tragedias de la historia suelen repetirse en forma de farsa.
Esto nos lleva al segundo martes de junio, en el cual Cristina Fernández de Kirchner supo que su destino acababa de sellarse con la llave de la infamia.
¿Acaso se trató de un simple exceso, en el marco del ejercicio sostenido del lawfare (el deporte predilecto de quienes ocupan el cuarto piso del Palacio de Tribunales)? ¿O es algo más dramático? Específicamente, del abrupto final de lo que fue el período democrático más largo que hubo en Argentina (41 años y casi siete meses, desde el 10 de diciembre de 1983).
Ciertos paisajes dan cuenta de eso. Sin ir más lejos, los retenes policiales en todos los accesos a la CABA desde el alba del 18 de junio, fecha en la que un Juzgado de Ejecución fijaría las condiciones del arresto de CFK, convertida en la primera presa política del país en esta etapa.
Había que ver el accionar de los mastines antropomorfos del Ministerio de Seguridad al requisar colectivos y camiones con manifestantes. Los hacían bajar, en medio de embotellamientos atroces, para identificarlos no sin insultos, palpándolos en busca de armas, interesándose en sus filiaciones ideológicas y fotografiando sus documentos.
Era algo más que un homenaje coreográfico al autopercibido “Proceso de Reorganización Nacional”.
Es que, por esas mismas horas, el gobierno había anunciado una reforma en la Policía Federal Argentina (PFA) acorde a los “desafíos” del presente. Lo hizo por decreto, obviando su tratamiento en el Congreso, así como lo posibilita algún párrafo de la Ley Bases (la nueva Constitución del país). Su propósito es –según la versión oficial– abocarse “a la investigación de delitos complejos y a la seguridad del Estado”. A tal fin, dispondrá de seis superintendencias, siendo el Departamento Federal de Investigaciones (DFI) su cuerpo de elite. Se trata de una copia un poco bizarra del FBI norteamericano, en cuya estructura brillará la Dirección de Inteligencia Criminal (DIC). Y en su seno, entre otros recursos humanos, se agruparán los “agentes infiltrados” en toda clase de organizaciones populares, además de encargarse del ciberpatrullaje masivo de opositores y sin ninguna clase de control judicial.
Un paraíso a la medida de Patricia Bullrich. El punitivismo “libertario” vive su mejor hora. Pero eso no es todo. De a poco, ciertos datos sueltos van configurando un escenario por demás vidrioso. Pongamos ahora el foco en la SIDE.
Inteligencia.
Recientemente había circulado sin pena ni gloria que dicho organismo se había patinado entre enero y mayo -en concepto de “gastos reservados”- casi todo su presupuesto anual. Para colmo, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) acaba de denunciar ante la justicia Federal a sus dos máximos jerarcas, Sergio Neiffert (“Señor 5” para los amigos) y Diego Kravetz (apodado “Señor 8”) porque sus espías los tendrían bajo vigilancia ilegal. El primero de ellos lo negó ante la Comisión Bicameral de Inteligencia (CBI), aunque de un modo tan poco convincente que será citado otra vez. Claro que, entre tales idas y venidas, sucedió un imprevisto aún más catastrófico: la filtración del Plan de Inteligencia Nacional (PIN), un paper secreto que fija los lineamientos anuales en la materia.
Esto merece un párrafo especial. Una parte de su letra fue difundido a fines de mayo por el periodista Hugo Alconada Mon en el diario La Nación y, en paralelo, más datos al respecto se pudieron leer en la revista Crisis.
Dicen que Kravetz, el ideador del asunto quedó de una sola pieza. Y que, desde entonces, ya no confía ni en su propia sombra. Pero ningún vocero gubernamental desmintió el decálogo redactado en el mayor de los sigilos por ese hombre de mirada huidiza y sonrisa de roedor.
Habida cuenta del impedimento para efectuar tareas de espionaje interno (establecido por la Ley Nacional de Inteligencia), se desprende del documento que la SIDE está en la actualidad abocada precisamente a eso. Tanto es así que sus “observados preferenciales” son de variada gama y color: desde dirigentes políticos y simples manifestantes, hasta grupos sociales vulnerables (entre los que resaltan los pueblos indígenas y las organizaciones ambientalistas), pasando por periodistas y figuras de la cultura, hasta -como bien se sabe- los jubilados y todo ciudadano crítico hacia el gobierno de La Libertad Avanza.
Las piezas de este rompecabezas (en sentido figurado y literal) ya se han encastrado lo suficiente como para dar por concluido el sistema de convivencia democrática que inició Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983.
El estado de Derecho fue reemplazado por un terrorismo de Estado (aún) de incipiente intensidad. Tal vez sea prematuro afirmar -en el aspecto técnico- que estamos en una dictadura. Pero los nuevos decretos de aniquilamiento están a la vista.
¿Acaso el régimen “libertario” avanza, ya a los tumbos, hacia su propio 24 de marzo? (*en tiempoar.com.ar)
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