Gaza, corazón del horror
La vida y la experiencia de Pablo Milanesio, el ingeniero argentino que coordinó misiones de Médicos Sin Fronteras en zonas de guerra. En esta entrevista habla sobre su experiencia en Gaza.
Luis Matías González *
En la voz pausada de Pablo Milanesio hay algo de calma, pero detrás de cada palabra se adivina la tensión de quien estuvo ahí donde el mundo se quiebra. Ingeniero civil, rosarino, hijo de Alberto y Liliana, hermano de Bruno -como él mismo se define-, pasó de dirigir obras viales en Rosario a coordinar operaciones humanitarias en zonas de guerra con Médicos Sin Fronteras. Estuvo en Yemen, Camerún, Etiopía, Mozambique. Pero fue en la Franja de Gaza donde su vida quedó marcada.
“Vivir en Gaza es sobrevivir”, dice sin rodeos. “No hay garantía de que el día que te levantás lo termines con vida. Dormís, pero no descansás, porque las camas vibran cuando los misiles pasan por arriba de la casa”.
De ingeniero a humanitario.
“Me faltaba chispa, un poco más de rock and roll”, recuerda sobre sus primeros años laborales. Tras recibirse de ingeniero, trabajaba en empresas privadas hasta que se cansó de esa rutina. “Me atrajo la idea de usar la ingeniería como un medio para que las necesidades básicas de la población estén cubiertas. Primero fue agua y saneamiento en zonas rurales. Después empecé a buscar más acción. Llegué a las emergencias humanitarias y terminé en los conflictos armados”.
Ahí, sin ser médico, fue coordinador general de operaciones. “Mi tarea era garantizar que la salud llegara a donde tenía que llegar. Lo nuestro era hacer posible lo imposible en lugares extremos”.
Gaza, el corazón del horror.
Su descripción de Gaza no necesita adornos. “Es un territorio diminuto, 60 kilómetros de largo por 15 de ancho, con millones de personas amontonadas. Hay bombardeos, misiles, tiros. Y no se puede salir”.
No hay diferencias entre ser local o humanitario. “Siempre asumís riesgos, pero en Gaza las garantías no existen. Ahí estás tan expuesto como la gente que nació ahí. Más de 200 trabajadores humanitarios fueron asesinados. En Médicos Sin Fronteras ya murieron 12 colegas. No es un invento, son números. Me tocó sentirlo en mi propio cuerpo: estar trabajando en un hospital y que caigan bombas a menos de 150 metros”.
Lo que más lo impacta son los chicos. “Hace dos años que no van a la escuela. No hay un colegio en pie. Pasan el día buscando agua o comida. Muchos son huérfanos. Un día un chico con cáncer se tiró frente a la ambulancia. Nos pidió que lo ayudáramos porque hacía meses que no tenía medicinas. Esa mirada desesperada me atravesó. Todavía la tengo grabada”.
Sin embargo, también están las escenas que le devolvieron un poco de fe. “He visto a chicos haciendo toboganes en edificios destruidos por las bombas. No hay plazas, no hay juegos, entonces usan las ruinas. Y se ríen, se divierten con lo que hay. En medio del horror, esa sonrisa es un recordatorio de que no todo está perdido”.
Vivir en un apocalipsis.
La vida diaria es sobrevivencia. “Una semana comimos solo pan, tomate y cebolla. En siete semanas no pudimos entrar ni un solo camión con insumos médicos. Entonces los equipos tenían que adaptar los tratamientos a lo que había, no a lo que el paciente necesitaba. Eso va contra toda ley internacional, pero era lo que se podía hacer”.
La precariedad se mide en detalles mínimos. “Recuerdo ver a un padre y a su hijo sacando clavos de una carpa que desarmaban. Uno por uno, con cuidado, porque cada clavo valía muchísimo. Acá comprás una bolsa de clavos y ni sabés dónde la dejaste. Allá cada clavo podía significar levantar un refugio para las próximas semanas”.
Su definición de Gaza es contundente: “Es un lugar del apocalipsis. Si un director de cine quisiera recrear el fin del mundo, no lo haría tan bien. Todo está destruido. Carpas, plásticos, basura por todos lados. Es impresionante y desolador”.
El peso invisible.
El costo personal también existe. “Hago terapia hace muchos años. Mi psicóloga María me acompaña siempre. Bancar todo esto sin ayuda es imposible”.
Aun así, la vida lo pone a prueba incluso en lo cotidiano. “Sí, sigo haciendo problemas por pavadas. Si se me hierve el agua del mate, me enojo. Pero aprendés a relativizar. Peor era cuando caían las bombas o cuando no había agua para tomar. Igual, te quedan cosas: escuchás un avión y pensás en un bombardeo, no en un vuelo de línea”.
¿Queda esperanza?
La respuesta no tarda: “Sí. Porque la esperanza está en la gente. En mis colegas que siguen entrando a los hospitales sabiendo el riesgo que corren. En las madres y padres que buscan comida para sus hijos todos los días. Eso es lo que no nos pueden quitar”.
Y agrega: “El día que entendamos que ninguna persona civil merece sufrir lo que no eligió, ahí la esperanza crecerá. Lo que me queda claro es que en los lugares más oscuros todavía hay gestos que iluminan”.
El amor también existe.
Cuando se le pregunta si además del horror vio amor, sonríe. “Claro que sí. Lo vi en padres cuidando a sus hijos, en colegas arriesgando la vida por salvar a otro. Y en esos chicos que siguen jugando entre ruinas. Eso es amor puro. Por eso digo que sí, fui al corazón del horror, pero también al corazón de lo más maravilloso”.
* Periodista
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