La educación y el interés monetario
Días atrás se registró un hecho tan singular como indignante. Una niña de apenas tres años de edad, concurrente a un prejardín de infantes privado en la ciudad de Salta, sufrió la ignominia de que se le prendiera con un alfiler en su uniforme un escrito en hoja tamaño oficio notificando a sus padres que debían cuotas al establecimiento. Semejante grosería y falta de tacto se conoció por casualidad, ya que la niña subió a un medio de trasporte público donde una pasajera la fotografió (otra, felizmente, le desprendió la nota infamante) y envió la imagen a un diario local, que la reflejó en sus páginas.
La indignación popular fue enorme y trascendió largamente los límites de la provincia, y aun del país. Hasta el día de hoy siguen abundando en muchos medios comentarios condenatorios de tan lamentable suceso que ha tenido la virtud de plantear dos temas nada nuevos, pero no resueltos: por un lado el escaso sentido común, ni siquiera pedagógico, de la autoridad del establecimiento capaz de permitir semejante atropello con esa forma repudiable de reclamo; y por otro, se sabe que existe el cuaderno de comunicaciones u otro tipo de notificaciones más reservadas para transmitir lo que se desea a los padres. Ridiculizar y exponer a los chicos frente sus compañeros y a toda la sociedad constituye un abuso inaceptable.
Es posible -es deseable- que la criatura no haya tenido conciencia del mensaje que portaba en forma pública y que su espíritu no se vea afectado por burlas y escarnios, pero el hecho evidencia la vileza de quien lo pergeñó. Por otra parte lo sucedido vuelve a plantear la concepción liberal de la educación como una mercancía, que tanto daño hizo al país años atrás. La escuela pública, tan injustamente denigrada en esos tiempos, por filosofía y orientación, además de su condición de gratuita, nunca podría caer en semejantes aberraciones.
También resulta chocante advertir que, si bien algunos padres del prejardín expresaron su rechazo a la medida, otros respaldaron a la institución, amparándose en el curioso y endeble argumento de que esa forma de comunicación es habitual y está motivada en la posible pérdida de los mensajes. Otra circunstancia llamativa, de la que se hace difícil creer que sea casual, fue la presencia de inspectores municipales de la capital salteña después de la denuncia periodística, que se apersonaron en el establecimiento para "verificar si el jardín funciona con todos los requisitos en regla". Según el testimonio periodístico la directora del jardín los hizo esperar en la vereda más de una hora; pasado ese lapso, luego de que no obtuvieran respuesta a su requerimiento, las autoridades clausuraron el establecimiento, ante los gritos histéricos de una madre que defendía el accionar de la institución.
El caso, que de manera alguna debería generalizar una opinión adversa hacia todos los establecimientos similares, es insoslayable por el nivel de grosería y porque, en decantación y perspectiva que da la distancia, aparece como una mera confrontación entre un interés monetario particular y el quehacer educativo. Y en el medio están los niños.
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