Guerra contra el pensamiento
La administración Trump muestra sus críticas hacia las universidades. Detrás está la pelea por el financiamiento.
Por Pablo Kornblum *
“Las universidades son el enemigo”, afirmó J.D. Vance – como mero detalle, abogado por la Facultad de Derecho de Yale -, en diversas conferencias antes de que fuera elegido como vicepresidente de los Estados Unidos. No ha sido una mención aislada o un mero furcio. El actual gobierno republicano intenta demostrarlo a cada paso que da.
Muchas de las medidas que ha tomado el gobierno de Donald Trump desde que asumió el poder – desde recortes de financiación y la congelación de fondos de investigación, pasando por la detención y deportación de estudiantes y profesores con visado o permiso de residencia, además de una serie de amenazas (abolición del Ministerio de Educación, Organismo que garantiza que las universidades públicas cumplan con las leyes que protegen a los estudiantes vulnerables, entre otras funciones) y exigencias inauditas (una orden ejecutiva que prohíbe el “adoctrinamiento radical” y promueve una educación “patriótica”) –, parecen pensadas para sojuzgar, o directamente destruir, al sistema universitario estadounidense tal como lo conocemos hasta el día de hoy.
La postura gubernamental simplemente refleja, explícitamente, lo que antes era solo una variable de cuidadoso control: la desconfianza de la derecha estadounidense hacia los centros intelectuales del país, a quienes lo ve como nidos de adoctrinamiento progresista - sino más bien de sublevación política y perversidad moral -. Las protestas pro-palestinas son un claro ejemplo de la lectura que tiene el gobierno sobre los espacios ‘librados a la subversión’.
Reminiscencias.
Esta novedosa ‘caza de brujas anticomunista’, la cual trae reminiscencias al siglo pasado, tiene como aliados, por un lado, al miedo de las universidades (racionalmente fundado, bajo un gobierno que no duda en tomar represalias directas a quien se le oponga - sea una persona, una institución o un país -), pero también es el deseo de las mismas de evitar cualquier tipo de publicidad negativa para con otro tipo de financiamiento privado - inclusive familias adineradas de potenciales alumnos capaces de pagar astronómicas matrículas -.
Es que la competencia entre universidades crece proporcionalmente a medida que pierde los aportes del Estado: todas las universidades, públicas y privadas, tienen una fuerte dependencia económica del gobierno, cuyas agencias no solo financian miles de proyectos de investigación – solo el Instituto Nacional de Salud gasta 35.000 millones de dólares anuales – sino que también sostienen el sistema de educación superior, con 135.000 millones de dólares en becas y préstamos para estudiantes de grado y posgrado.
Este contexto de precariedad financiera, que a su vez potencia la feroz competencia, podría explicar la falta de solidaridad y de acción colectiva, pero también implica que muchas de las decisiones en los campus de los Estados Unidos se tomen, o dejen de tomar, en función de la “marca universidad”. Y dado que lo que venden las universidades hoy en día parece no ser, en primera instancia, una educación per se sino un capital cultural – una promesa de avance social, la realización de las aspiraciones, el acceso a una red de exalumnos – lo que termina importando, más que nada, es proyectar prestigio, éxito y excelencia.
Misión principal.
Ya hablamos de las causas, por lo que ahora vamos a lo que le imprime una mayor gravedad a la situación: los obstáculos a la misión principal que tiene la educación superior, como es el investigar, cuestionar, aprender, argumentar, y disentir. Está claro que en los Estados Unidos (y en la mayor parte de los países de la tierra que quieren ser resilientes y brindarles dignidad a sus habitantes), la educación superior no deja de ser una pieza central de su poderío económico y cultural.
Y dentro de este esquema, las ciencias sociales son el eje del ataque. Allí se estudian las ideas sobre la verdadera libertad: aquella que trabaja sobre el desarrollo socio-económico de los pueblos, la búsqueda de un modelo con mayor equidad de oportunidades bajo un esquema de sustentabilidad ambiental, o el poder alcanzar una justicia sin vicios de corrupción como eje institucional para encontrar los consensos ciudadanos.
Para esta lógica la actual política republicana es peligrosa. Estos no quieren oír hablar del cambio climático, ni de estadísticas que demuestren el efecto virtuoso para la población de un Estado bien administrado. Por el contrario, con un vocabulario soez y agresivo – pero sobre todo erróneo -, tildan a cualquiera que opina diferente de ‘comunista’, o a quienes sostienen políticas que defienden a las minorías o a los débiles como ‘antinaturalistas y antinacionalistas’.
Para ello suelen ‘meter mucho ruido’ que impide toda inteligibilidad política, toda comprensión simple pero efectiva, todo modelo que incluya, sin mentiras ni fundamentos vacíos, a los interlocutores. “Vamos a ahogar financieramente a las universidades que contribuyan con el asalto marxista a nuestra herencia estadounidense y a la propia civilización occidental", declaró el actual presidente de los Estados Unidos. Y aquí me gustaría tomar las palabras del gran cientista social Mark Fisher, quien sostenía que en el capitalismo actual, se vive en una “atmosfera general que condiciona y regula la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos”.
Victoria cultural.
La derecha más conservadora lo tiene más que claro: para lograr la victoria material definitiva, es necesaria, indefectiblemente, la victoria cultural. Para ello deben no solo impedir la posibilidad de que las personas determinen sus propias vidas y se comporten de una manera más autónoma; sino que, además, tienen que embeberles en sus mentes que la solución a los dilemas de sus vidas no se encuentran en la comprensión científica racional basada en la educación de excelencia, sino en el esfuerzo individual a imagen y semejanza de ellos, los ricos y poderosos, para que, alguna vez, ‘los ahora pobres y excluidos puedan sentarse en su misma mesa, llegar a ese lugar tan deseado’.
Aunque sabemos que, en la mayoría de los casos, este modelo utópico solo terminará quedando en su imaginación: un horizonte de largo plazo indica que, bajo un nefasto círculo vicioso, los indigentes, marginados y anestesiados, solo buscarán defender con uñas y dientes lo poco que poseen.
* Economista y doctor en Relaciones Internacionales.
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