Shakespeare no quiere morir
Claudio Reinaldo Gómez* - Los críticos de Shakespeare, que se cuentan de a cientos de miles, atraviesan, como un trépano, varias capas generacionales. Son, por cierto, menos importantes que Shakespeare. Y Shakespeare es menos importante que su obra.
Shakespeare es para el común los lectores del siglo XXI un título, un clásico, la marca de una epopeya literaria. Y es -o ha sido-, acaso, un genio de las letras, que descansa amarillo en un anaquel, en una repisa o en una improvisada biblioteca. Shakespeare empieza a morir.
No llegan a su rescate las conferencias modernas ni las adaptaciones caprichosas de su dramaturgia. Shakespeare agoniza como un monumento en el que a su alrededor crecen matas de yuyos, que el tiempo empuja hacia el cielo y los escasos hombres agradecidos no alcanzan a rebajar. Shakespeare es el autor detrás de la maleza.
Desfallece suave, en una inclinación hacia el infierno de la condición humana que, como nadie, supo colocar en los altares de la desesperación y de la angustia. Tal vez Shakespeare no sea Shakespeare: sino la sumatoria de plumas anónimas. Una constelación de ideas y suicidios que usaron un nombre, el suyo: Shakespeare, sólo para promover el espanto desde la delicada estética de un texto. Como si se tratara de una cofradía de cobardes organizados para dejar las almas humanas al descubierto, con corazón, sangre y copas emponzoñadas que alguien "lleva a sus propios labios", todos somos Shakespeare. Una pintura grupal del único secreto que la humanidad prefiere resguardar para sí: el secreto de no saber quién es quién en este controversial universo de pasiones incontrolables.
Recorrer a Shakespeare es demasiado duro, porque pone negro sobre blanco, en letras de molde, la levedad y quizás la nada de los seres, siempre transitorios, siempre efímeros, siempre nauseosos. Acaso allí descanse la tragedia del escritor que escupe con fuerza de tormenta lo que la humanidad no quiere saber.
Por eso, sus personajes, al decir de Agustín García Calvo, "no son hombres con grandes defectos, sino que cometen grandes errores".
Hamlet, Lear, Otelo, Tito, Bruto, Antonio, Romeo, Coriolano, al igual que el hombre platónico, representan a uno y a todos (nosotros), en un escenario en que el actor es actuado en una suma de reflejos infinitos. Al fin, la humanidad es como Desdémona para Otelo: "Morir debe o engañará a otros hombres".
Hace 400 años.
La muerte anatómica de Shakespeare, como la de Cervantes y la de Inca Garcilaso de la Vega, sucedida por astucia desmedida del destino, ocurre un 23 de abril de 1616. No hay allí, en su última hora, nada de casual. Un 26 de abril de 1564 la flecha del alumbramiento había sido disparada; tal vez algunos días antes (estudiosos de su vida afirman que su natalicio se ubica en la misma jornada de su fallecimiento, un 23 de abril), los restos apenas perdurables de las actas administrativas de la época hacen dudosas todas las versiones, incluso la que dice que Shakespeare fuera una persona, una única persona.
Es cierto que poco importa conocer cuántos participaron en la obra, casi nada interesa saber cuántos rostros se alojaron tras la misma máscara o cuántas plumas escribieron el pliegue retórico de dramas cotidianos.
"Cuando miramos una obra de Shakespeare hoy en día nos parece que lleva una doble vida. Pertenece al pasado de comienzos de la era moderna, pero también a nuestro pasado posmoderno", opina Carol Chillington Rutter, intensa catedrática especializada en su obra.
Y esa es, quizás, un poco la clave de este artículo: rescatar a Shakespeare, bajarlo del pedestal, hacerlo humano y no obligatorio.
Formas humanas.
Por estos días, en que las figuras de la literatura se canonizan por recordatorios y por presencia abstracta en ferias y aniversarios, debemos preguntarnos, con honestidad ¿Por qué abandonamos a Shakespeare? ¿Por qué nos privamos de su densidad humana y lo dejamos en manos de críticos? ¿Es que acaso nos privaríamos del sol una mañana de primavera o del amor profundo que escasea entre las almas románticas? Contar con Shakespeare en este universo es el jugo sabroso de una fruta que intentamos atrapar con los dedos para que no se deslice al piso y allí se pierda.
Es que es él quien conserva las formas humanas para siempre. Es él quien abunda en los equilibrios de las conductas desequilibrados: odio y amor en diferentes medidas. Fantasmas y fantasías, brujas y embrujados, vida y muerte. Como dijo Jhon Ford, "toda acción requiere de un riesgo". Shakespeare asume ese riesgo.
Es difícil leer el Quijote, pero bastan unas cuantas páginas para anhelar acompañar sus desventuras, para reírnos y reflexionar con sus andares. Uno es Sancho: la historia es falsa, es el producto de una alucinación, pero ¿por qué abandonarla? ¿No es acaso la vida una alucinación?
Lo mismo sucede con Shakespeare. Quiebra la rama y hace de un inservible pedazo de madera la mejor metáfora de los hombres y de las mujeres. Los dobla y los parte. Construye con su teatro y su poesía un mundo que se extenderá más allá de sus días y también de los nuestros.
Explican Brandon Toropov y Joe Lee que "quienes se inician en el estudio del tema se sorprenden al descubrir que en las obras shakespereanas abunda la acción, los personajes son creíbles y las situaciones en las que estos se ven inmersos son idénticas a las nuestras actuales, en tanto predominan la avaricia, el poder, la ambición, el amor, los celos, los problemas de la vejez, el racismo". ¿Alguien se halla en esa aldea de condiciones inexorables al carácter?
"Es aterrador encontrar aspectos de nuestra personalidad magnificados por el genio de William en el por demás racional Príncipe de Dinamarca, el celoso Moro de Venecia, la noble Corelia o la malintencionada Kate", piensan Toropov y Lee. ¿Pero es que quizás no es un goce íntimo observar el terror a los ojos, como si fuera una imagen de un espejo que nos repite mudos y en el que se encuentra la infinitud del universo? Eso es Shakespeare.
Desvanecimientos.
Pensar en aquella Inglaterra del teatro isabelino, en ese escenario, donde los diálogos son todos los diálogos simultáneos, una Babel despreciable en la que se entrecruzan las voces que simultáneamente solo escucha Dios. Allí está la doble muerte de un personaje que debe ser retirado del escenario, porque ya desapareció de la escena y ya es inútil ¿No se parece tal vez eso a la vida en la que las personas depositan a otras personas bajo tierra y esa es su escena final? ¿O eso se parece a la vida en la que siempre hay nuevos actores que reemplazan a los otros?
Leamos esto con detenimiento, como un letrero que nos invita a pasar a una casa de placer: "La gloria es parecida a un círculo hecho en el agua, que no cesa de agrandarse hasta que desaparece a fuerza de extenderse". La volatilidad de la gloria, lo sutil del asunto: o no somos nadie ni nada, solo materia pasante. No aspiremos a la gloria -nos dice El Bardo-, como la existencia, se desvanece inevitablemente. Y su verdugo es, sin dudas, el tiempo que, al decir de Heráclito, pasa para convertirnos, para hacernos distintos, cambiantes como el río, porque "nadie baja dos veces al mismo río".
Ocurrente, Shakespeare imagina las sensaciones profundas y las hace palabras: "... los huéspedes no invitados son a menudo bienvenidos cuando se marchan".
¿Existió Shakespeare?
Especialistas en su obra han demorado años en develar este interrogante. Demasiado trabajo para descubrir la mano que escribe las agonías de Romeo y Julieta. Podríamos responder que no importa. No importa si fueron uno o varios los impostores, importa lo tangible y evidente de esas confusiones que produce la condición humana.
Sin embargo, detrás de esa pregunta, sorprende la de que desde un hombre nada especial en su vida privada haya surgido la impostura pública, esa que se expresa para la observación de quienes son, a la vez, observados.
Borges pensó "que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie".
Teatro, poesía, fuga de ideas y de palabras que condenan al género humano. Repeticiones del drama y de la angustia, máscara de la alegría y la victoria. Salen de Shakespeare. Busque, amigo lector, aquel objeto que los latinos llamaron liber y nosotros, libros. Allí está su identidad y su inconducta. Usted -yo, igual- le teme. Claro, es el juicio antes del juicio y es ingrato saber en vida que quizás nuestro destino sea el infierno o, peor, que este sea el abismo y no estemos debidamente advertidos.
*Periodista, docente en la UNLPam
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