Domingo 28 de abril 2024

Simétrico

Redaccion Avances 31/03/2024 - 09.00.hs

Desde Costa Rica llega este cuento de la escritora pampeana Soledad Castresana. Lo compartimos con nuestros lectores de Caldenia, como una manera de acercar distancias.

 

Soledad Castresana *

 

Amanda paseaba a su hijo en el cochecito. La gente solía mirar al nene, luego a ella y, enseguida, sonreírles a los dos. Si eran niños, se quedaban mirando al nene sin sonreír.

 

Este chico, curiosamente, no hizo nada de eso. Siguió caminando como si madre e hijo fueran un poste de luz, un árbol o una puerta. Esa fue la primera vez que Amanda lo vio.

 

Volvieron a cruzarlo varias veces por el barrio. Él, siempre solo. Ella y su hijo, siempre invisibles. Amanda se dio cuenta después de que así era mejor: ella podía mirarlo a su gusto sin tener que disimular.

 

Hasta que un día él la vio. Frente a la puerta del mercado, Amanda, apoyada en el cochecito vacío, esperaba a su hijo que insistía en caminar, pero en vez de avanzar se distraía levantando piedritas del suelo con la mano. El chico pasó entre los dos y entonces ella le habló al nene, un poco para que se apurara, pero más para llamar la atención de él.

 

-¡Vamos, bonito! - dijo.

 

Y como quien escucha un ruido y por instinto mueve la cabeza para saber de dónde viene, el chico la miró. Esa mirada fue lo que encendió en Amanda la idea. Una locura. Una tontería. Pero como siempre sucede, la fuerza que ponemos para no pensar en algo trabaja en contra.

 

No era raro sorprenderla, esos días, con las mejillas rojas y murmurando mientras preparaba el almuerzo o planchaba la ropa. Soñó con él, con la situación. Se imaginaba a los dos con una copa de vino en el sofá de su sala o en la alfombra. ¿Era demasiado joven para tomar vino?

 

 

De repente le habló. Hace un rato. Él estaba solo, igual que siempre, pero ella también. Era el primer día del hijo en el jardín de infantes y Amanda se sentía habitada por una especie de borrachera. Dueña de un par de horas después de mucho tiempo, libre, liviana y, a la vez, vulnerable. Como si le hubieran sacado una parte del cuerpo y sintiera la falta, pero sin tanto dolor. Una molestia placentera y excitante, como arrancarse una cascarita y chuparse la sangre.

 

En ese estado caminaba ella y, en la otra dirección venía el chico. Le cortó el paso.

 

-Hola. ¿Qué tal? Disculpá que te moleste así de la nada. Quiero pedirte algo- las palabras salieron solas de la boca de Amanda. Sin esfuerzo, seguras.

 

Él sonrió. Se veía entre sorprendido y nervioso. Miró alrededor, como buscando testigos. Pero a esa hora de la mañana no andaba nadie por la calle. Solo un barrendero en la esquina que pasaba la escoba con pereza.

 

De cerca era mucho más lindo. Los rasgos de la cara eran suaves, las líneas armónicas. Los ojos, grises, casi vacíos, rodeados por una leve sombra azul. En el mentón, algunas marquitas de acné. Tenía puesta una remera negra de mangas largas.

 

La izquierda, doblada por encima del codo, donde terminaba el brazo.

 

Fue el susurro de las cerdas de plástico sobre el asfalto lo que la sacó a Amanda de su pequeño trance. Lo que la puso de vuelta en su lugar. Entonces, quiso correr, desaparecer, caer como las gotas de sudor que empezaba a sentir deslizándose por su espalda.

 

-No. Nada. Me equivoqué- balbuceó.

 

Dio medio paso al costado, pero no pudo moverse más, ni dejar de mirarlo.

 

Él dio ese medio paso con ella.

 

-No te creo. Decime que querés- habló.

 

 

Tal vez porque en las fantasías de Amanda el chico nunca hablaba, su voz la sorprendió. Imperativa y grave. Parecía venir de otra persona.

 

-¿Me mostrás tu muñón? - y la frase, que tanto había practicado frente al espejo con una entonación más o menos seductora, según el día, sonó con la cadencia de un ruego.

 

El chico, como quien toma aire después de estar un segundo de más bajo el agua, soltó una carcajada y volvió a mirar alrededor.

 

-Es que mi hijo… - empezó a explicarse ella.

 

- Ya vi a tu hijo - cortó su risa y la frase de Amanda.

 

- Ah. Pensé que…

 

- Vamos a mi casa - la interrumpió de nuevo.

 

Amanda escuchó una orden.

 

Obedeció.

 

Caminaron en silencio.

 

Un poco por miedo de que alguien del barrio la reconociera, otro poco porque no sabía qué hacer, ella iba mirando el suelo. Hojas, baldosas sueltas, piedritas y las zapatillas blancas de él, impecables, con el moño de los cordones simétrico.

 

A su hijo siempre le compraba zapatillas con abrojo para que pudiera ponérselas solo, para que fuera independiente y supiera cómo arreglárselas cuando ella no estuviera, por ejemplo, en el jardín, en ese mismo momento.

 

-Doblamos acá- ordenó el chico y le apoyó el muñón en la cintura.

 

Ese contacto, en ese lugar, fue como una descarga eléctrica en el cuerpo de Amanda: cuando su hijo era bebé lo amamantaba siempre del mismo lado para poder verle la mano. Pero en la espalda, justo abajo de las costillas, sentía la presión del brazo incompleto.

 

-Perdón - dijo y salió corriendo.

 

* Escritora

 

' '

¿Querés recibir notificaciones de alertas?